Adoro las canciones italianas de los años sesenta; Bobby Solo o Jimmy Fontana. A veces vale la pena pararse a escuchar una de esas letras. Apagar los 40 Principales (lo siento, Mr Coqueto), y poner en funcionamiento la máquina del tiempo. Y no, no hablo de sintonizar M80. Me refiero a poner un disco anticuado, de esos que hablan de cosas que ya creemos pasadas de moda.
Es posible que esas canciones sean ingenuas pero, ¿qué hay más bonito que bailar pegados sin necesidad de tener un sentido del ritmo decente? Aunque no sepamos qué cuentan… apoyar nuestra cabeza sobre su hombro, sentir el tacto de su mano en la nuestra y arrullarnos contra su pecho, sintiéndonos jóvenes inocentes que se enamoran en un guateque en 1965.
Pero seamos realistas: el mundo no sólo no se para, sino que ha dado demasiadas vueltas desde entonces y creo que ha debido pasarse también con las copas, de otro modo no me lo explico. ¿Soy yo o las historias de amor no son como las de antes? Incluso en el cine. Ya nada es como la tortuosa relación de Elizabeth Taylor y Paul Newman en La gata sobre el tejado de Zinc, ni como el obsesivo pero inocente vínculo que unía a Natalie Wood y a Warren Beatty en Esplendor en la Hierba. Ahora vemos como una pánfila se enamora de un vampiro que, aunque lo niegue, utiliza más pintalabios que ella y encima brilla al sol.
Veis… No hay color!
Los novios ya no se mandan cartas, sino whatsapps; no se baila pegado sino electrolatino; no regalan flores, sino anillos vibradores y no cogen de la mano… te cogen las dos tetas a la primera de cambio. Y si fuera un buen empotrador, bueno, pues una se dejaba. Pero es que, hijos míos… estáis muy desubicados.
Creo que no soy la única en sentir esa nostalgia al ver películas de las décadas doradas de Hollywood. Para muestra un botón: la moda vintage.
Una de las primeras incursiones en lo que a moda se refiere que hice al mudarme a Madrid, fue una visita a una tienda vintage. Pepita is Dead, para más señas. Meme presenté allí pensando en comprarme algún capricho, pero por aquella época yo aún era estudiante, así que mi bolsillo no estaba para lujos; volví sin comprar nada pero más enamorada que nunca del olor polvoriento de las prendas vintage y de unos zapatos verde botella que no me pude permitir.
Hace un par de años, en un viaje a EE.UU, entré en una tienda de vestidos de corte vintage de San Francisco, en la zona de High Ashbury. Me probé uno fabuloso, rojo, que además encajaba muy bien con mi silueta voluptuosa (vamos, que estoy entradita en carnes) pero no me atreví a comprármelo. Cuando el chico que me había atendido me preguntó si es que no me gustaba, le contesté la verdad: que en la ciudad en la que vivía, aunque presumían de ser muy cosmopolitas, no estaban preparados para ese vestido. Y yo, tampoco. Él me dijo que me arrepentiría, y tenía razón. Me arrepentí de no haberlo comprado nada más salir de la tienda.
Mi madre se ríe muchas veces al ver algunas piezas de mi armario y no con malicia, que conste, si no porque le parece muy gracioso que vuelvan a llevarse cosas como las que ella se ponía en los setenta y que fueron defenestradas en los ochenta. Yo adoro esa ropa, ese look. En realidad, creo que adoro casi todos los looks desde la década de los treinta hasta finales de los setenta. Como nací en los ochenta, siento un rechazo natural por las hombreras, los cardados, las mallas estampadas a flores y las diademas que dejan tupé. Pero por lo demás, adoro lo vintage. Tengo vestidos de falda capeada que recuerdan a Grease, tengo pantalones de campana que recuerdan a los Bee Gees, tengo prendas muy charlestón y working looks a lo Mad Men.
Quizá lo que pasa es que me encantaría que inventaran una máquina del tiempo y poder pasar vacaciones fuera de esta modernidad tan pasada de vueltas en la que nos movemos. La moda a veces se fagotiza a sí misma y el resultado son look books imposibles y pasarelas en las que una no entiende nada. La política ni siquiera merece mención y la música se plagia constantemente convirtiendo un movimiento concreto en un eterno bolero de Ravel en el que una no sabe cuándo termina un disco y empieza otro.
Así que, cerrando los ojos pienso en mí misma con un precioso vestido de corte new lady que he cosido en casa; pensaré en mis ojos, tan sólo adornados con un poco de eyeliner, compartiendo una tierna mirada con ese hombre que me pregunta si quiero bailar con él. Suena Jimmy Fontana, en italiano, cantando Il Mondo y apoyo mi cabeza sobre su hombro, sintiendo cómo nos mecemos por la pista, con su mano tímidamente apoyada en mi espalda. Nos sonreímos. No hay más. No hay más que la certeza de lo que sentimos en ese preciso momento, porque no estoy resabiada ni soy cínica, porque no me hace falta. El mundo me parece un poco más bonito. Y el mundo gira, sigue girando…
Y ahora abro los ojos maquillados con colores pastel y, ¿qué me encuentro? Que seguimos mirando las fotos de Jane Birkin, Twiggy, Brigitte Bardot o de las groupies de los Rolling Stones para copiar sus looks. ¿Dónde quedó la originalidad? ¿En las trasnochadas excentricidades imposibles de lucir de algunas colecciones de las grandes casas?
Y voy un paso más allá. Porque aquí a esta coqueta le es imposible enamorarse escuchando a Shakira, David Guetta, o Pitbull, por decir algo que me suene. Yo soy más de las canciones de antes, de escuchar Los Cinco Latinos, Gloria Laso, The Platters, Los Bravos o los Rolling y derretirme, romántica y sensualmente hablando. Así soy yo. Pero… si Adele ha vendido tantos discos será porque hay más coquetas anacrónicas, ¿no?
Frenemos. Olvidemos por un momento las sombras, los esmaltes de uñas y las camisetas de color flúor y pensemos que las flatforms no son más que la revisión de las plataformas que llevaban nuestros padres y que la historia de las chaquetas de tweed como icono de moda tiene su origen allá por 1916.
¿Olvidamos entonces cómo crear y nos hemos lanzado de lleno en los brazos del versionar? Yo pensaré en ello mientras escucho un ratito a Johnny Cash…