Regalo de San-Gonereta

Elísabet Benavent

Elísabet Benavent

Regalo de San-Gonereta

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Viendo el título algun@ de vosotr@s pensará que he perdido la cabeza del todo. Sí y no. Muy en mis cabales no estoy, pero eso no quita que ahora esté diciendo algo que, al menos para mí, no es una locura al 100%.

Os voy a contar algo muy mío. Bueno, muy mío y muy de Mr. Coqueto.

Hace casi cinco años, estando nosotros recién casados, adoptamos a un gatito en una protectora que se llama Madrid Felina y a la que os animo a acudir si estáis pensando en ampliar la familia con un gato. Ese día estábamos muy emocionados por haber tomado la decisión de responsabilizarnos de otra vida. Un gran paso para una pareja; al menos así nos parecía. Cuando llegamos allí nos afectamos bastante al ver la cantidad de animales que vivían allí esperando hogar. Fueron a presentarnos a los miembros más recientes de la comunidad y, entonces, al abrir una de los espacios donde los tienen acomodados, uno de ellos saltó hasta nuestros brazos. Era completamente negro, con los ojos casi verdes, pero ambarinos. No había decisiones que tomar. Se venía a casa con nosotros. Lo llamamos Sangonereta, el nombre de un personaje de la novela de Blasco Ibañez, Cañas y barro.
Y tanto mi marido como yo nos enamoramos de ese gato de tres meses.

Cuando Sango (como le llamábamos en casa) estaba ya a punto de cumplir el año y, como no somos muy amigos de celebrar San Valentín, Mr.Coqueto y yo nos inventamos un día para nosotros. Un «san» algo que fuera de verdad para nosotros un día especial. Y con la broma, inventamos San Gonereta, el 22 de febrero, para querernos y mimarnos.

Podríamos haber olvidado esta tontería con los años, pero quiso el destino que nuestro gatito muriera en junio de 2011. Siempre había estado enfermo, sufría una enfermedad que no daba la cara en ningún análisis y no podíamos hacer nada para que se curara, a pesar de que lo intentamos todo. Con todo el dolor de nuestro corazón, le dijimos adiós y con cariño, seguimos celebrando, cada 22 de febrero, el día de los enamorados para Beta y Mr.Coqueto.

Para no dejaros con mal sabor de boca después de esta historia triste, os diré que ahora somos «papás gatunos» de dos hermosotes que se llaman Ulises y Aquiles, adoptados en la misma asociación. Si no hubiéramos acogido a Sangonereta y en su lugar hubiéramos adoptado a un gato sano, ese gatito hubiera vivido menos aún y no habríamos tenido la oportunidad de meter en nuestra vida a Uli y a Aqui, que son dos tigrazos que duermen abrazados a nosotros como unos bebés.

Toda esta explicación para deciros que he elegido el día de hoy para haceros este regalo, por una razón. Porque hoy es mi día de los enamorados.
Y hablando del amor… Valeria y Víctor.
Aviso para navegantes. Lo que viene a continuación es un capítulo eliminado del borrador final de Valeria al desnudo, por lo que si aún no habéis terminado de leer los libros, mejor dejad de leer aquí.

Para las que sí hayáis leído el final de Valeria al desnudo y conozcáis incluso el final alternativo, os cuento que este capítulo que, finalmente, decidí eliminar, va justo después de la boda y justo antes del epílogo. Espero que disfrutéis mucho de ese poquito más de vida de V&V que viene a continuación.
Un besazo enorme, coquetas.

La vida con Víctor

Víctor y yo pasamos nuestra luna de miel en la polinesia francesa. Aquel viaje fue en parte regalo de boda de mis suegros, que decidieron que teníamos que dar la bienvenida al matrimonio de la mejor manera posible y sin que nadie nos molestara. Por eso la polinesia francesa; por eso la última villa del complejo. Creo que nunca albergaron esperanzas de que su hijo sentara la cabeza y se casara y la alegría de verlo con sus propios ojos los volvió locos en la agencia de viajes. Una locura que agradeceré toda la vida, debo decir.

Fue todo tan emocionante, tan bonito y tan ingenuo… hacer las maletas para irnos de viaje de novios, como marido y mujer… Nos reímos muchísimo, avergonzados de necesitar de pronto que el otro nos aclarara cosas; las típicas cosas del matrimonio.

– Cariño, ¿cuántos pantalones largos crees que debería llevar? En las cenas dicen que exigen dresscode. – me dijo apoyado en la puerta del armario, un día antes de salir de viaje.

Yo me quedé parada, rígida como un palo y después eché a reír hasta que lagrimeé, porque nunca imaginé a Víctor diciendo “cariño, ¿cuántos pantalones crees que debería llevar?” y porque además el caos de meter sus cosas y mis cosas en mi minúsculo piso daba como resultado algo tan delirante como el camarote de los hermanos Marx. Nuestra nueva casa estaba de reformas y no la tendríamos a punto hasta la vuelta de la luna de miel.

Víctor descubrió entonces que los largos trayectos en avión me ponían de los nervios. Y sumémosles las conexiones de locura: Madrid – Miami – Los Angeles – Papeete. Unas pastillas facilitadas por Aurora lo hicieron más llevadero, pero sólo rebajaron mi estado a una pre-histeria. Descubrí entonces al Víctor paciente. Al que decía: Venga, vamos a pasear por el avión. Venga, vamos a ver una película juntos. Venga, cuéntame algo. Cualquier cosa para entretenerme, incluyendo una masturbación loca y atrevida en mitad de uno de los vuelos nocturnos, mientras todos dormían. No fue hacer el amor, pero fue sexo a más de 10.000 metros de altura. No está mal. Doy esa asignatura por aprobada.

Durante la mayor parte de las dos semanas que pasamos en la Polinesia Francesa, estuvimos en Bora Bora, donde nos hospedamos en una villa sobre el agua del hotel Four Seasons. Lo primero que hicimos tras dejar las maletas fue ponernos la ropa de baño y… hacer el amor en el mar, justo frente a nuestra habitación. Muchas horas entre aviones y aeropuertos y muchas horas de desearnos como recién casados. Recordamos entonces la escapada que hicimos a Menorca y nos partimos de risa pensando en lo que hubiéramos pensado si alguien nos hubiera dicho que íbamos a terminar siendo marido y mujer.

Marido y mujer y buscando niños, claro, porque fue una de las cosas que nos prometimos cuando Víctor levantó la rodilla del suelo tras deslizar el anillo de compromiso en mi dedo aquel día de junio.

– Vamos a darnos hijos, mi vida, porque me mata pensar no hacer contigo algo que me sobreviva.

Fue algo precioso que… me dio pavor. Pero yo cedí. Si había creído que estábamos preparados para comprometernos con boda de por medio y casi de inmediato, tenía que creerle en cuanto a lo que ser padres iba a significar para nosotros.

Pero aún iba por nuestra luna de miel…

Cada mañana nos despertábamos cuando salía el sol, a pesar de que ni siquiera fueran las seis de la mañana. Era automático y supongo que era resultado del jetlag. Empezaba a clarear el alba y alguno de los dos abría los ojos. Casi siempre nos descubríamos en un amasijo de brazos y piernas, enredados el uno en el otro. Y lo primero que hacíamos era olernos, abrazarnos y… terminar haciendo el amor, alucinados aún de que lo nuestro hubiera terminado bien. Que nuestra relación fuera una bonita de historia de amor que contar a nuestros hijos no es algo que ninguno de los dos habría esperado un par de meses atrás.

Creo que es totalmente necesario, para que la luna de miel sea satisfactoria, que haya empalago. Y madre si lo hubo… Siendo sincera diré que estábamos con el otro como si ni siquiera pudiéramos mantener las manos apartadas. Tocándonos y besándonos a todas horas; haciéndolo real. Por eso, cuando ahora vamos por la calle y nos tropezamos con una de esas parejas besuconas que se soban con ojos de cordero degollado, nos reímos. No hace falta decirnos eso de “mira, como nosotros en la luna de miel”.

Hubo mucho sexo, mucho amor y mucha conversación. Sentados en la arena de la estela de la isla, analizamos hasta el último pormenor de lo que había sido hasta el momento lo nuestro. Idas, venidas, intentos, huidas, ganas, desidia, desesperación y lo que creíamos una equivocación recurrente. De pronto nos explicábamos cosas que no habíamos entendido en su momento, como el porqué de que Víctor se marchara de la conferencia en la que conocí a Bruno.

– No soportaba ni mirarte sabiendo lo mal que lo estaba haciendo todo. Me molestaba. Eras algo así como un recordatorio de lo niñato que puedo llegar a ser. No quería verte y a la vez necesitaba verte. Ni siquiera yo me entendía. Salí de allí corriendo porque quedarme hubiera significado esperarte, comer juntos y hablar de por qué lo nuestro parecía estar abocado al desastre cuando ninguno de los dos lo quería. Me negaba a admitir que me equivocaba.

Y mientras lo decía, sentado sobre la arena húmeda y con los ojos perdidos más allá del mar, yo lo miraba. Creo que por aquel entonces ni siquiera nos conocíamos a penas, pero teníamos mucho tiempo por delante para hacerlo.

Cuando volvimos, empezó la aventura. La verdadera vida en común. La rutina y la normalidad, si es que es posible que con Víctor algo sea normal.

Y ay, la rutina… ¡Convivencia, vieja hija de perra! ¡Qué broncas! Creo que nunca había discutido de verdad en mi vida antes de aquellos primeros meses de casados. Nosotros siempre lo hicimos todo a lo grande, ¿no? En pelearnos teníamos un título cum laude. Víctor solía perder los nervios en muy pocas ocasiones, pero era justo aquella apatía a la hora de “dialogar” lo que más nerviosa me ponía. Y si yo subía un tono, el subía medio… y así terminábamos gritándonos por verdaderas tonterías, como haber olvidado recoger un traje de la tintorería o no ponerle gasolina al coche cuando entraba en reserva. Lo bueno es que siempre saldábamos aquellas discusiones con un beso en los labios… un beso en los labios que solía convertirse en la antesala de un revolcón animal sobre la alfombra, en el cuarto de baño o… donde pillara. Lo hicimos hasta en la terraza durante aquella temporada. Los vecinos nos retiraron el saludo en el ascensor, supongo que hartos de la banda sonora de goce y orgasmos que les dábamos una noche sí otra también.

Carmen me dijo un día eso de “aprovecha ahora que aún no tenéis niños” y… lo tomé al pie de la letra.

A tenernos siempre a mano nos acostumbramos enseguida. Él llegó a decirme que le costaba recordar lo que era llegar a casa sin tenerme allí.

– Lo pienso y me digo… coño, qué triste. – dijo una vez mientras yo le miraba embelesada.

Y a mí… ¿a quién quiero engañar?, con esas cosas se me olvidaban todas las otras por las que me quejaba a diario. Víctor, recoge las camisas cuando te las quites, por favor; o a la lavadora o al armario, pero a los pies de la cama no. Víctor, si te terminas el café avísame, por favor; aún no tengo poderes de adivinación. Víctor, come fruta, por el amor de Dios; vas a pillar escorbuto. Víctor, ¿puedes hacer el favor de no meterme mano delante de mis padres?

Y así… las cosas típicas de la convivencia, supongo. Bueno, esas cosas sumadas al hecho de que es durante ese primer año en el que una descubre (o afianza la idea de) que su pareja no es perfecta. Se ponía enfermo como todos los mortales; ensuciaba como todos los hombres; hacía bromas de cosas que no me hacían gracia y… pues eso, que era humano… y hombre. Con eso quiero decir que también se olvidaba a bajar la tapa del wáter y que cuando iba al baño en mitad de la noche medio dormido tampoco se preocupaba por atinar. Y yo a Víctor lo había subido a un altar muy alto durante nuestros dos años de “no relación” porque él también se había esforzado mucho en parecer perfecto.

Sin embargo, no todo fue desmitificar. Para compensar, empecé a sentir algo en lo que nunca me había parado a pensar, aunque supongo que siempre había estado entre nosotros: admiración. Hay quien dice que las grandes relaciones están construidas sobre ella. Y es que… Víctor tenía un talento brutal que además sazonaba con su esmero; si no hubiera sido por ello, el estudio de interiorismo nunca hubiera superado la crisis. Víctor era un hijo ejemplar, que atendía siempre las llamadas de su madre (¡y de la mía!) aunque lo único que ella necesitara fuera cotillear sobre cosas de las que él no tenía ni idea. Víctor era sumamente cariñoso y nunca dejó de ser detallista. Le gustaba traerme flores a casa porque sí, regalarme música, libros y películas clásicas para inspirarme a escribir y siempre tenía un momento para un mensaje, una llamada o enviarme una foto. Víctor era todo aquello que yo imaginé que podría ser. No había que cambiarlo, sólo que descubrirlo.

Y nos quisimos con verdadera locura.

A los diez meses de estar casados nos sobrevino la primera gran responsabilidad de nuestra vida; algo con lo que ninguno de los dos estaba acostumbrado a lidiar y para lo que uno no nace preparado. Me di cuenta un día al azar mientras escribía en mi despacho. Me acordé de que el cumpleaños de mi hermana debía estar al caer y miré el calendario de sobremesa… una idea llevó a la otra. Cuando me quise dar cuenta estaba haciendo cuentas con los dedos y el corazón me iba a estallar dentro del pecho. Llevaba más de dos semanas de retraso y ni cuenta me había dado.

Bajé a la farmacia, compré una prueba de embarazo y me la hice al subir a casa. Ni siquiera tuve que esperar los minutos de rigor: el positivo fue hasta apabullante. Me senté en la banqueta que había en un rincón del baño a respirar hondo y sentí vértigo. ¿Cómo que estaba embarazada? ¿De verdad? ¿Iba a tener un hijo? Le dediqué un microsegundo a pensar y… me puse a llorar como una imbécil. Como una auténtica imbécil. ¿Cómo iba a tener yo un bebé? ¿Es que estábamos locos? ¡Pero si terminaría olvidándomelo en el carro del Mercadona o algo por el estilo!

Cuando Víctor volvió del trabajo, yo le esperaba con una copa de vino servida para él, la cena en el salón y un disco antiguo de soul en el tocadiscos. Me temblaban hasta las piernas. Tenía tanto miedo de ver en su cara las mismas dudas que tenía yo…

– Uhm. Gracias nena.¿Qué celebramos? – me preguntó agarrándome de la cintura.

– Nada. O todo. No sé. – dije yo hundiendo la nariz en la tela suave de su camisa, buscando las palabras perfectas.

– ¿No hay vino para ti?

Levanté la mirada hacia él y negué con la cabeza. Él me miró frunciendo el ceño y sus labios se fueron curvando poco apoco.

– Nena… – pronunció despacio.

Me apoyé en su pecho y me puse a llorar. Nada de palabras perfectas… un llanto desconsolado. Él me abrazó y me besó mil veces, dando friegas en mi espalda. Buscando mi cara al fin, me miró a los ojos y me dijo que iba a darle el mejor regalo del mundo.

– No llores. No tengas miedo, mi vida. – sonrió. – Vamos a hacer algo precioso.

– ¿Sabremos?

– ¿No hemos aprendido a querernos bien? ¿Cómo no íbamos a saber ser padres? – hizo una pausa en la que sonrió – ¿De cuánto estamos?

– En la prueba ponía de tres a cuatro semanas.

Me levantó entre sus brazos y me besó apasionadamente en los labios.

– Cada día que pasa me digo a mí mismo que es imposible quererte más y cada día me sorprendo a mí mismo queriéndote hasta el límite de mis fuerzas.

Lo confirmamos pocos días después y decidimos esperar un poco más antes de decirlo. Cuando estaba de dos meses y medio Lola me miró de reojo y me preguntó si me pasaba algo. Llevaba con excusas estúpidas para no beber alcohol y no fumar desde que me había enterado.

– ¿No estarás preñada tú también, coneja? – soltó.

– No seas así. – refunfuñé.

Y dos semanas después, tras la comida de rigor con su familia y la mía (y los besos, y los abrazos y los “enhorabuena” y mis gónadas a la altura de la garganta) les confesamos a las tres mosqueteras (mosqueperras según Lola) que Víctor y yo seríamos papás en seis meses.

– ¡¡Zorra!! – gritó Lola ofendidísima. – Te lo pregunté y me dijiste que no. ¡Mintiéndome a la cara, coneja salvaje!

– Son las hormonas. – intercedió Carmen para justificarme. – Nos hacen ocultarlo al principio. Debe ser alguna cuestión de instinto de supervivencia. Para que el macho no nos abandone o algo así.

Las tres la miramos con cara alucinada y a Nerea le salió un borbotón de Coca Cola Zero por la nariz. Eso distendió el ambiente. Después Lola, con su tacto habitual, se acercó a Víctor, lo llamó machote, “Miura” y le tocó el paquete con las dos manos. Ni siquiera él pudo protegerse lo suficiente como para no sentirse violado.

– Me siento sucio. – me confesó cuando nos íbamos a casa.

Cuando estaba de cuatro meses y medio nos dijeron que era niña y Víctor se pasó una semana rezando para que, o fuera una equivocación o la niña decidiera en el futuro ser lesbiana. Supongo que con todo lo que había vivido él en su vida de soltero sin compromiso, no soportaba la idea de que “su niña” pillara un hueso como él. Le hablaba a mi barriga, diciendo que los niños eran un asco y que el amor sólo lo podía dar una mujer.

– Garbancita, en serio. Las mujeres son más suaves. A los chicos les sale pelo. Hazle caso a papá. Tú lesbiana a tope.

En fin…

Tuve un embarazo buenísimo. Hasta los ocho meses casi ni me enteré, aunque me creció una tripa que parecía un remolque. Pero mi vida siguió con total normalidad. Cuando ya estaba muy cerca de salir de cuentas me desperté una noche con la boca muy seca, me incorporé con intención de ir a por agua y cuando me levanté una contracción por poco no me rompió por la mitad.

– Víctor… – gemí cogiéndome a las sábanas. – Vístete… vístete.

Víctor se levantó de la cama, se tropezó con la alfombra, se cayó encima de mi maleta y levantándose salió corriendo en pijama por el pasillo con ella en la mano. Después un poco más espabilado volvió, me dio un beso, me pidió que estuviera tranquila y ya se vistió y eso…

Hombres…

Cuando llegué llevaba dilatados cuatro centímetros y decidieron ponerme la epidural. Las siguientes horas no fueron dolorosas, pero sí desesperantes, porque sin saber por qué, el parto se ralentizó. Pasé diez horas rezando por terminar de dilatar mientras Víctor se ponía frenético de ver que no podía hacer nada.

– Paciencia. – nos decía todo el mundo cuando pasaban por allí.

Y nadie conoce a Víctor por su infinita paciencia…

A las cinco de la tarde del día siguiente la cosa se aceleró y nació Daniela justo cuando ya creíamos que tendrían que hacerme una cesárea. Empujé como una loca y de pronto… el milagro de la vida. Una persona más en el mundo, nacida de la nada, de Víctor, de mí, de mi cuerpo. Fue una sensación fantástica. Cuando dio una bocanada de aire, lloró a pleno pulmón y la pusieron sobre mi pecho. Yo la miré alucinada porque no me lo podía creer. Hasta aquel momento no comprendí lo que era la maternidad. Había vivido nueve meses con ella en mi interior, pero sin ser completamente consciente de ello. Era mía y de Víctor; habíamos hecho aquello juntos. Le toqué la carita aún un poco sucia sin poder asimilar que por fin la tuviéramos allí y cuando me giré a mirar a Víctor lo encontré con una expresión que no le había visto jamás. Tragó saliva con dificultad, se inclinó, me besó en la sien y después le acarició la mejilla. Le temblaban los dedos.

Nos subieron a la habitación poco después. Allí, en la puerta, nos esperaba mi familia y la suya y una habitación tan llena de flores que tuvimos que sacar algunas al pasillo para poder respirar. Todos lloraron de alegría al ver a la niña que era una manzanita morenita y con los morritos gruesos. Todos, excepto Víctor, que se mantuvo con aquella expresión… no sé. Nueva. Rara. Intensa. Parecía un hombre que acaba de comprender que lo es.

Antes de que me subieran la cena apareció Lola por allí. Venía despeinada y con el maquillaje sin retocar, signo inequívoco de que la noticia del nacimiento de Daniela la había pillado echando un casquete. Suerte que llevara bragas; eso último se encargó de decirlo ella cruzando el umbral y enseñándonos la cinturilla de la ropa interior.

Lola se asomó a la cuna donde dormía Daniela, se mordió el labio inferior y levantó la cara hacia nosotros para darnos la enhorabuena.

– Es preciosa. – dijo comidiendo un puchero.

Se acercó a Víctor y lo abrazó. Él suspiró trémulo y le palmeó la espalda.

– ¡No me des esos golpes, hombre, que no tengo pene! ¿Por qué no me abrazas? – preguntó ella levantando la cara hacia la de Víctor. – ¡Abrázame, te digo!

Y cuál fue nuestra sorpresa cuando vimos a Víctor desmoronarse. Cogió aire, dio un paso hacia atrás y tapándose la cara… sollozó. ¡Sollozó! Las dos nos miramos sorprendidas.

– Val, dime que no está llorando. – me dijo Lola con los ojos abiertos de par en par.

– Eh…. – logré responder yo.

Ella se estampó contra él con brutalidad y se fundieron en un abrazo. Lola se contagió y los dos lloraron agarrados mientras yo, alucinada, me decía a mí misma que aquello debía ser algún tipo de alucinación postparto.

– Soy padre, Lola. – le escuché decir.

– Lo sé. – contestó ella.

– Conseguí hacer algo bien.

La ternura que me dio aquello ni siquiera puede expresarse en palabras. Víctor estaba abrumado, henchido de orgullo por haber sido capaz de hacer algo tan grande como ser padre.

Cuando Lola se fue y obligamos a todo el mundo a hacer lo mismo, nos quedamos solos con las primeras rutinas, tal y como queríamos y habíamos acordado meses atrás. Aprender a darle el pecho, por ejemplo, pero solos, sin madres que den consejos y te digan sin parar cómo lo tienes que hacer y por qué lo estás haciendo mal. Víctor cogió a la niña, la colocó en mis brazos y mientras la acomodaba, nos miró, sonrió y me dio las gracias.

– ¿Por qué? – le pregunté sonriente.

– Por hacerme feliz para siempre.

Y sí, seríamos felices para siempre pero… no siempre seríamos felices; menuda dicotomía. No hay cuentos de hadas cuando de la vida real se trata. Y los dos tuvimos que aprender a ser padres, que es algo que no enseñan en ninguna escuela, a pesar de que sea lo más importante y difícil de la vida, si es que tomas la decisión de emprenderlo. Los primeros días en casa después de salir del hospital fueron rarísimos, como si los dos estuviéramos asustados y no supiéramos qué hacer con aquella pequeña que berreaba en la cuna cada veinte minutos.

Si a ese “no saber” le sumamos el desbarajuste hormonal, los cólicos del lactante y pocas horas de sueño… como resultado tenemos unos meses complicados. Para mí ser madre fue un aprendizaje natural; para él a veces algo impuesto. Víctor tuvo que aprender a ser maduro de verdad, a no pensar en él primero y a vivir por otra persona de verdad. Y no entendía muchas cosas. No entendía que el tiempo se esfumara como lo hacía; no entendía estar tan cansado; no entendía que ya no fuéramos sólo el uno para el otro.

Fueron meses duros, sin duda, pero aprendimos. Aprendimos a hacer muchas más cosas en menos tiempo; a hablar sobre cómo había ido el día, besarnos, separar ropa para la lavadora y bañar a la niña, todo a la vez. Empezamos a disfrutar de la vida mucho más intensamente, como a través de una droga de diseño de por vida. Tuvimos suerte con Daniela; eso ayudó. A los tres meses éramos nosotros quienes debíamos despertarla para darle la toma nocturna; a los seis se entretenía prácticamente sola; casi no lloraba y creció tan rápido… Cuando la vimos caminar por primera vez, muerta de risa, para fundirse en los brazos de su padre, decidimos que volveríamos a ser padres. Nos dimos un poco de tiempo más, para disfrutar de los últimos meses como bebé de nuestra primera niña y buscamos el segundo. Y vino Victoria. Y Víctor, de cara a la pared, en el cuartito del ecógrafo, se daba cabezazos mientras susurraba que Dios tenía mucho sentido del humor. ¿No querías preocuparte por una niña? Pues toma dos.

– ¡Pero Víctor! – le dije riéndome al llegar a casa. – ¿Pero es que no ves lo mucho que se te cae la baba con Daniela? ¡Si estás encantado!

– ¡Claro que estoy encantado! ¡Pero es que no lo entiendes! Crecerán, serán preciosas y todos los tíos querrán tenerlas. Y alguien las besará y las tocará y… – contestó nervioso. – Alguien ¡como yo!

Víctor lo asumió a pesar de todo. Y cuando Victoria nació, volvió a dar gracias a Dios, al Cosmos y a mí, por poder tener todo lo que tenía. A pesar de que todo se multiplicó por dos, lo bueno y lo malo, conseguimos disfrutarlo. Siempre valió la pena. Con él. Tanto, que a día de hoy, Víctor sigue insistiendo en que volveremos a ser padres.

Víctor. ¿Quién lo iba a decir? El hombre apabullante contra el que choqué una noche en la que yo aún amaba a otro hombre. La persona que puso mi mundo patas arriba. Quien me hizo sentir, dudar, gozar, sudar, llorar, creer, odiar y sacar de dentro de mí toda la intensidad con la que podía querer. Víctor, aquel que huyó, que volvió, al que dejé, con el que volví, que me abandonó y que después de conocer a Bruno no dejó de pelear por mí para demostrarme que nos queríamos como dos locos. Sencilla y complejamente… el amor de mi vida.

Ver al Víctor padre me hace querer más profundamente al Víctor hombre. Al que elegí porque me paré a pensar sin darme demasiado tiempo para ello. El que dice que volveremos a ser padres de nuevo cuando sus hijas se duermen en su regazo. El que por las noches sigue dándome las gracias y venerándome como el centro de su existencia. Gracias al que yo he hecho las paces conmigo misma.

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