El otro día me probé mis bikins… sí. Mis bikinis. Terror en el supermercado, horror en el ultramarinos, como cantaría Alaska. La visión me arrancó un alarido animal que puso en jaque a todo el edificio y casi provoca una angina de pecho a mis coquetogatos. Alcé el puño en alto y puse a Dior por testigo de que a partir de ese momento, pasaría hambre.
El caso es que decidí que ya era hora de apuntarse a eso de la operación bikini. En realidad creo que vivo en una constante e interminable operación bikini que no suele dar demasiados resultados. No mentiré y, escudada en Beta Coqueta, me haré pasar por una apolínea fémina. No. Y no lo haré porque no tiene nada malo ser de naturaleza redonda. Hay tantos cánones de belleza diferentes como ojos que miran. Entonces me diréis, ¿por qué narices la operación bikini? Pues porque dentro de toda anatomía, hay límites que no se deben rozar.
Decidir una playa paradisiaca como destino de vacaciones no hizo más que añadir leña a un fuego que ya iba a todo trapo. Así que, aquí estoy, diciéndome a mí misma que ahora sí, que sí. Sin embargo, soy consciente de que soy débil. ¿Qué le vamos a hacer? Y lo digo con la misma carita que pondría si Mr. Coqueto me pillara pellizcándole el culo a Andrés Velencoso. Soy débil, perdóname, tengo una coqueta diabólica viviendo en mi interior.
Y todo esto me ha hecho pensar muy mucho en muchas cosas. La primera, en los anuncios de ropa interior.
Está loca, os diréis. Y aunque no os falta razón, esta vez no es un desvarío. El caso es que el otro día, mientras veía la tele, volví a ver ese maligno anuncio de ropa interior en el que la tía protagonista es tan jodidamente perfecta que me la f****ba hasta yo, y no pude más que enfurruñarme. A los tíos les encantará pero dudo mucho que alguna mujer heterosexual se sienta satisfecha después del visionado. ¿Por qué motivos? Porque esos modeliquis pseudopornos jamás nos quedarán como a esa escuálida chica de pechos perfectos, bronceada, que se pasea despreocupadamente en paños menores. Y señores anunciantes… la frustración no es muy buena amiga de las compras.
Y no son las revistas de moda. No es la tele. No es el cine. No es la publicidad. No son las franquicias en las que nos compramos la ropa. Son todas esas cosas y entre éstas… nosotras.
La sociedad exige a cada una de nosotras, pequeñas coquetas, miles de proezas diarias. Y además de todas esas obligaciones, de ese nivel de exigencia al que nos vemos sometidas… aún con todo… tenemos que ser estéticamente perfectas. Y no sólo lo esperan ellos; nos castigamos nosotras mismas por conseguirlo.
Nos olvidamos, además, de que a pesar de las modas, uno no puede luchar contra la naturaleza. Y si puede, no debe. ¿Por qué narices tengo que desear yo unas caderas más estrechas? ¡Si son sólo caderas! Y cuando digo caderas digo culo, tripa, muslos, brazos, papada o yo qué sé, lorzas de la espalda. Está claro que debemos cuidarnos de estar sanas y de no cruzar, como ya he dicho antes, ese límite infranqueable que todas tenemos, que no es estético, sino saludable. Y cuando digo saludable me refiero también a lo emocionalmente saludable.
En mi vida he ido a muchos endocrinos y jamás ninguno me ha preguntado con qué peso me he encontrado más feliz en la vida. Nadie me ha formulado esa pregunta tan sencilla. Y ser feliz en este caso no se correspondería con el placer estético sino una conjunción entre éste y ser nosotras mismas, sin tener que condicionar todo lo que hacemos al hecho de estar más o menos delgadas.
Dicho esto, he llegado a la conclusión de que esta vida es muy corta como para cuestionarnos hasta el punto de hacernos infelices. Además, que no se nos olvide, la voluptuosidad no está reñida con lo coqueto.