Los Backstreet Boys y quién quise ser

Elísabet Benavent

Elísabet Benavent

Los Backstreet Boys y quién quise ser

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Voy a empezar fuerte, con una confesión: he estado en un concierto de los Backstreet Boys. Y no hablo de cuando tenía 13 años, que también, sino con casi 15 en cada pata. Y no es el primero. Hace casi cuatro años fui a otro. Y digo más… ¡volvería a hacerlo!

Que sí, que ya no tengo edad, ya lo sé, pero… el hecho es que durante la hora y media que duró el concierto, me sentí sumamente cerca de esa Elisabet impresionable que, sin haber cumplido los catorce años andaba completamente enamorada de un tío de veinticinco con cuyas fotos tenía empapelada su habitación y unas lunáticas fantasías erótico-festivas-ingenuas. Así soy yo. A mí no me gustaba Nick Carter, no. A mí me gustaba el que tenía pelo en el pecho (aunque eso es un decir, porque en aquella época se llevaban los torsos bien depilados).

Y este póster el lo primero que veía yo al despertarme...
Y este póster era lo primero que veía yo al despertarme… ¿a que ahora empezáis a entenderlo todo?

 

Para vuestra tranquilidad os diré que este post no va a ser una crónica sobre el concierto de los Backstreet boys. Pero sigamos.El caso es que ahí estaba yo, otra vez con subidón hormonal y un pelín de histeria colectiva surcándome las venas cuando me di cuenta de que, cada vez que esos cinco hombres (porque son hombres rondando los cuarenta) cantaban una canción de las antológicas, yo cantaba en una especie de trance, viajando a 1998. Y me acordaba de esa sensación burbujeante en la boca del estómago cuando escuchaba las letras de esas canciones que hablaban de amor. Y no, no era acidez, era que yo pensaba que aquello era el súmmum de la declaración de amor. ¡Por el amor de Dios! ¡Donde quieras yo iré, al fin del mundo llegaré! ¡Lo que quieras yo haré, sin preguntas, sin porqués! Y lo único que decían los chicos de mi clase era que si querías rollo. No había color.

De verdad, que yo me moría aquejada de esa enfermedad llamada “romanticismo adolescente”. Porque pensaba que eso era el amor, que alguien (con ropa tres tallas más grandes) te dedicara palabras empalagosas y exageradamente edulcoradas. Yo quería casarme con Howie con dieciocho años y darle hijos sin parar. Porque creía que eso era el amor. Bueno, vale, lo que quería era practicar el acto de hacer niños, eso también.

Dios. Qué afrenta. Era una calentorra.

Y mientras unos Backstreet Boys a los que ya se debe hablar de usted volvían a deshacernos con su “As long as you love me” yo vivía una regresión adolescente dándome cuenta de la putada que es a veces perder esa candidez. Lo llamamos experiencia cuando muchas veces debería llamarse cinismo. Está claro que ahora somos infinitamente más sabias que en 1998, que tenemos sobre nuestra espalda equivocaciones que nos han hecho ser quienes somos y que nos ayudan a saber qué queremos realmente, pero, nenas… ¿a qué entonces éramos muchísimo más felices?

Sí, vale. Menos preocupaciones. Más simpleza mental. Muchas hormonas. Podemos llamarlo de muchas maneras pero lo cierto es que a ratos echo de menos a esa niña entusiasta que podía ver el mundo a sus pies y que se emocionaba con un sencillo “Quit playing games” (y con los consiguientes cinco lozanos jovencitos con la camisa abierta tocándose bajo la lluvia, cierto es)

A los catorce mis amigas y yo nos entreteníamos hablando de los BSB a todas horas, claro, como todas las fans. Y nos imaginábamos cosas tan estúpidas como cómo sería nuestra vida si conociéramos a nuestros ídolos y nos casáramos con ellos. Porque ese es otro de los dogmas de fe de nuestra adolescencia: amor = matrimonio; matrimonio = amor. Eso estaba clarísimo y nadie podía ponerlo en duda. Y pasando por alto la evidente diferencia de edad, que esos tíos no iban ni de lejos buscando una chiquilla buena de la que enamorarse y sentar la cabeza y que en cualquier caso no íbamos a ser nosotras, pensábamos en una casa bonita, en un marido guapo y en un montón de hijos. Y ni siquiera ponías en tela de juicio todas aquellas cosas; jurabas que querrías tener descendencia a los dieciocho, sin meditar ni un segundo sobre los sueños profesionales, la universidad, morrearte con el tío equivocado como si se acabara el mundo o poder tomar la decisión de, sencillamente, no tener hijos. Pero claro, es que teníamos catorce años y queríamos calzarnos a gente que había nacido en la década anterior. Coherentes durante la adolescencia… como que no éramos.

Dios... ¡cuánta elegancia!
Dios… ¡cuánta elegancia!

Y todo esto me ha llevado a pensar en lo que yo esperaba de la vida entonces. Lo que yo creía que habría alcanzado a la edad que tengo ahora. Lo que yo quería ser de mayor. Es fuerte darte cuenta, cuando ya “eres mayor” de que lo que realmente apetece es volver a ser pequeño.Quise ser muchas cosas. A los seis años dije que quería ser escritora, pero se me olvidó después detrás de la idea de ser médico (yo, médico, claro) y después historiadora, como mi hermana. Cuando realmente me di cuenta de lo que me gustaba, decidí que sería periodista y que lo mío era contar historias. Durante mucho tiempo me imaginé como una corresponsal en el extranjero, posando micro en mano delante de lo que ahora sé que era un croma, hablando sobre las elecciones presidenciales en EE.UU.

Quería ser independiente, vestir muy apretada y llevar el pelo liso como una tacha (las cuestionables modas de principios del 2000…), conducir mi propio coche, no dar explicaciones, probar una temporada a vivir sola y… casarme joven y tener hijos joven…

Si alguien me hubiera preguntado cómo me veía a los veintinueve, hubiera dicho: casada, con hijos, con un buen trabajo fijo, ambiciosa, bien vestida y delgada. Casi no hubiera dado ni una. Porque lo cierto es que sí estoy casada, pero no tengo hijos, mi trabajo no es un curro basura, pero el hecho de que no es lo mío no es un secreto para nadie. Además, he dejado para quien sepa llevarla la ambición laboral, he aprendido que la conciliación entre el trabajo y la vida familiar es harto difícil, cada día visto un poco peor que el anterior y lo que se dice delgada… como que no estoy. Más bien lo contrario.

Y medito sobre si la Elisabet de quince años se sentiría defraudada con la Elisabet de veintinueve. Pensé mucho sobre ello de camino a casa después del concierto, mientras Mr. Coqueto se cagaba en todo lo posible y sobre todo en el GPS. Después de todo, creo que esas dos partes de mí misma acabarían llegando a un acuerdo. Quizá la adolescente me echaría en cara ciertas cosas, como la desidia con la que a veces me dejo arrastrar, la pérdida de ilusión por las pequeñas cosas o cierto sobrepeso que arrastro desde bien jovencita. Me imagino muy bien con aquella horrible ropa noventera, con los brazos en jarras diciéndome a mi yo de ahora:

–          ¿Qué? ¿No hemos solucionado el problemilla con la gula, eh?

Y yo contestaría:

–          Ya sabes que los nervios me dan hambre.

–          Y con la tila no has probado, ¿no? – me respondería de nuevo.

Pero sería entonces cuando la Elisabet de veintinueve le explicaría a la Elisabet contestataria y hormonalmente inestable unas cuantas cosas, como que al final una aprende a quererse más o menos como es y que es algo en lo que merece la pena perder el tiempo… que los padres no son el enemigo, que equivocarse no es el fin del mundo; que más le vale tener cuidado con las expectativas para no convertirse en alguien hiperautoexigente y que hay que estar orgullosa y enamorada de cada una de las personas que llenan tu vida. Me sentiría sumamente tentada a darle algunos consejos más, del tipo “no empieces a fumar jamás”, “cuidado con desnudarte emocionalmente delante de gente en la que crees confiar” y ya puestos “evita cierto pueblo costero de la provincia de Castellón durante los veranos”, pero lo cierto es que eso me convertiría al momento en alguien que no soy.

Si algo somos en esencia es nuestras decisiones, nuestros aciertos y nuestras equivocaciones. Y aprender de la vida a veces duele, pica y provoca situaciones que tardarás años en perdonarte, pero al fin y al cabo, es precioso.

Hoy mismo mi amiga Alba me decía algo muy sabio: cuando empiezas a hacerte mayor te das cuenta de que el tiempo pasa muy rápido y que se nos escurre de las manos, por lo que cada año uno se vuelve más egoísta con él. Los minutos son oro si sabes en qué emplearlos. El problema que supongo que tenemos todas es no saber siempre cómo usarlos bien.

Supongo que la Elisabet quinceañera se iría arrastrando los pies, algo deprimida, pero creo que conseguiría hacerla sonreír diciéndole que un día encontrará sus libros en la Fnac.

“Curra duro, nena, porque papá tiene razón, hay tiempo para todo y ningún esfuerzo es inútil.”

Y para despedirnos las dos diríamos pene y andando.

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