La entrada de hoy, aviso, no es como las habituales. Hoy es más una crónica sin mucha gracia de algo que viví el fin de semana. Mientras estaba ocurriendo, no dejaba de pensar en que esto os lo tenía que contar.
Yo pensaba que ya conocía el infierno, que esta moqueta azul un poco mugrienta era la encarnación en la tierra de tan “cálido lugar”, pero estaba equivocada. De eso me di cuenta el viernes por la noche cuando sucumbí a la presión social y… me fui a una discoteca. Entonces… sí conocí Mordor.
Mi mejor amiga estaba en Madrid por unos días y el viernes era el día ideal para hacer una salida de chicas. Estuvo tratando de seducirme con malas artes para salir de fiesta con ella y unas amigas suyas, pero yo me hice un poco la dura. En realidad todas sabíamos que iba a ceder. Ella manipula a su antojo mis sentimientos, la muy guarra. No en balde nos conocemos desde hace veintinueve años.
La noche empezó… rara. Habíamos quedado en la terraza del restaurante Makkila, en Diego de León. El mensaje de mi móvil rezaba: En Diego de León con Serrano; indicaciones a la neoyorkina. Esta María no tiene remedio. Yo iba bastante peripuesta porque sabía que el resto de las invitadas son como ángeles de Victoria’s Secret con la carrera de medicina y no quería sufrir demasiado en mis carnes (que tengo muchas) el efecto “patito feo”. Me puse un vestido negro y complementos en dorado y al final… parecía una morcilla de gala. Pero esa es otra cuestión.
Al llegar a la puerta del restaurante, llamé a mi amiga María que se estaba retrasando y que me indicó que otra colega suya que yo no conocía estaba esperando también. Le describí a todas las chicas que veía a mi alrededor y, aunque estaba segura de que era una chica con una faldita vaquera, me tomé mi tiempo para acercarme porque me daba corte. Mientras tanto, después de colgarme a mí, mi mejor amiga la llamó a ella y no sé qué tipo de psicotrópicos se había metido entre pecho y espalda para decirle que la que llevaba una falda vaquera era yo. No contenta con sembrar la duda, nos había citado en el restaurante equivocado y no nos dimos cuenta hasta que dijo toda segura de sí misma que estaba ya sentada en la terraza y que nosotras llegábamos tarde.
Casi le arranqué la cabeza. Menos mal que iba con zapato plano, porque después de tres manzanas cuesta arriba con una desconocida (muy maja, por cierto) hubiera sido capaz de hacerle masticar mis tacones.
La cena fue divertida. Aprendí lo que es “estar piñata”. Un día de estos os lo cuento. La verdad es que siempre que salgo con ellas acaban pasando cosas extrañas. Una de las últimas veces terminé en una discoteca donde los gogos iban disfrazados de Fidel Castro. Yo pensé que me habían metido algo en la copa.
En la mesa éramos tres señoritas de letras y cinco señoritas médicos. Siempre me acojona salir por ahí con médicos porque termino con miedo a ponerme enferma; uno se olvida que esos señores y señoras de bata blanca también se ponen pedo. Cuando vinieron a elegir plaza después del MIR, me llevaron a una fiesta en un piso en cuyo salón había una máquina de luces laser. Sigo teniendo pesadillas.
Después de las anécdotas de rigor, de decir muchas veces pene (penes, penes por la cara, penes por todas partes) y demás, me anunciaron que íbamos a ir a una discoteca. Habían caído dos botellas de vino blanco y un chupito de tequila a palo seco (porque no esperé a que trajeran el limón y la sal, así soy yo) de manera que ya estaba casi convencida. El gintonic terminó de atontarme y cedí.
No voy a decir el nombre del antro en cuestión por no herir sensibilidades. Sé que habrá gente que irá y se divertirá, pero es posible que mis prejuicios me impidieran ver más allá. Era un garito bastante snob en una de las calles más pijas de Madrid. El portero defendía la entrada como si fuera el cancerbero y a juzgar por el celo con el que lo hacía, yo pensé que dentro nos esperaba el anillo de los Nibelungos. Nada más lejos de la realidad.
No pagamos entrada porque no sé quién conocía a no sé cuántos y nos había apuntado en la puerta, pero vamos, que dio igual, porque por cada copa te pedían un aval bancario y una hipoteca sobre tus bienes inmobiliarios. Cuando la camarera semidesnuda me preguntó si el gintonic lo quería de Beefeater o de Bombay supe que la noche no tenía arreglo. Y me diréis… ¿qué problema hay? Pues no habría habido ninguno si me estuvieran cobrando la copa a un precio normal, pero por 12 euros considero que tendría que poder elegir ginebra. Al final me bebí la copa. Y otra. No recuerdo si hubo una tercera. Me hubiera metido hasta jaco. Aquel sitio seguía siendo horrible, daba igual la cantidad de euros que te dejaras en alcohol.
La música se sucedía sin ton ni son. Escuché tantas veces a Enrique Iglesias que dudé si no habría entrado en uno de sus conciertos por error y estaba de espaldas al escenario. Debe ser que vivo con un señor que se dedica a eso y estoy sensibilizada con el tema, pero me pareció que habían dejado encargado de poner las canciones a un monito tití borracho.
Los parroquianos… a ver cómo defino yo a los parroquianos… ¿habéis visto la peli de Borjamari y Pocholo? Pues una cosa así.
http://youtu.be/A_oiFi1l4U8
Y lo peor de todo no es que fueran tan repeinados que se les vieran las ideas, ni los pantalones de pinzas con cinturón con banderita, ni las camisas por dentro… cada uno se pone lo que quiere y se peina como quiere, por supuesto. Lo que realmente no me gustó fue la mirada de arriba abajo a cada chica que pasaba por allí como si todas fuéramos un trozo de carne. Ganado. Era uno de esos sitios en los que una no se puede sentir cómoda. Bueno, miento… era uno de esos sitios en los que una persona como yo no se puede sentir cómoda. No puedo estar preocupada por meter tripa, sonreír, divertirme, estar mona, bailar y disfrutar de mis amigas mientras cientos de ojos me analizan de arriba abajo. A mamarla.
Mi amiga María, que está buena que se rompe, suele encontrarse bastante cómoda en cualquier sitio. Tiene una capacidad innata y camaleónica para adaptarse a cada situación, pero ella no lo sabe. Así que allí estaba ella, guapa hasta decir basta, bebiéndose las copas como agua y… claro…
– Necesito ir al baño.
Me cogió de la muñeca y me arrastró entre un montón de futuros empresarios rancios y señoritas de buen ver, hacia la profundidad de aquel antro. Hubiera preferido enfrentarme a las desiertas minas de Moria y despertar a lo que habita en la oscuridad. Así que lancé la mano a la desesperada y me llevé conmigo a Laura, que es de las mías y miraba a su alrededor totalmente aterrada. Si aquello hubiera sido una escena de El señor de los anillos, nosotras seríamos parte de la compañía del anillo y nuestras espadas anti orcos estarían brillando. Y que nadie me malentienda, que eran todos como muy monos y muy guapos, pero… hostiles. A ratos no sabía si estaba en una disco o en la delgada línea roja.
El baño era aún peor. Mientras hacíamos cola y yo me hacía amiga de la de detrás, que también estaba harta de esperar, una rubia con pinta de haber sido capitana de animadoras en su anterior vida (y de haberse pasado con los rayos uva) nos empujó para pasar delante de nosotras. María, tan rubita, tan mona y tan fina, alberga en su interior a una tía chunga de las que muerden en las peleas (no digo que ella lo haya hecho, que conste en acta) así que la agarró del brazo y le preguntó con mucha dignidad: “¿dónde te crees que vas?” a lo que la rubia contestó: “Al espejito, ¿algún problema?”.
Perdona. ¿Había dicho al espejito? ¿De verdad? Al final la dejamos pasar “al espejito” pero se nos coló como una rata de cloaca en un baño junto a tres amigas más. ¿Qué estarían haciendo dentro? Sí… seguro que pis. En fin.
Sé que es un asco de vicio, pero esa noche el tabaco me sirvió de salvoconducto para poder salir de allí un ratito. Me llevé a Laura conmigo, que estaba loca por poner un pie fuera. Juro que volvía a sentirme como una niña de quince años, insegura, torpe, que se siente una aburrida porque no se divierte como ve divertirse a los demás. Pero fue sentarme en un murito y dar dos caladas para acordarme de que no lo soy. Soy una tía de treinta años que ha aceptado de sobra sus defectos. A lo mejor mis virtudes no quedan a la vista si me pongo una minifalda (porque la celulitis no es una virtud… ¿o sí? Me lío…) pero las tengo, como todas.
Al final entré media hora después, me despedí de María y le dije que me iba. Ella asintió y con una sonrisa me dio las gracias por entrar. “Sé que estos sitios te horrorizan.” Y me acordé entonces de por qué había pasado tres horas y media en un garito infernal. Porque la quiero. ¿A vosotras también os pasa?