Judith Lieber, diseñadora de bolsos, dijo una vez que “una mujer debe llevar encima sólo una barra de labios, un pañuelo y un billete de 100$…”
¿100$? Si yo llevara 100 euros en el bolso me durarían el tiempo que tardo en dar la vuelta completa al centro comercial que tengo al lado de casa.
Pasando por alto esto…
Yo no sé vosotras, coquetas, pero yo me críe con el convencimiento de que el bolso de Mamá Coqueta era la cueva de Alí Baba y todos los descubrimientos que hice en su interior fueron siempre apasionantes. Mamá Coqueta siempre llevó un paquete de chicles, uno de pañuelos de papel y una botellita con agua de colonia de lavanda, con la que nos rociaba la cabeza para repeinarnos. Bien peinada no lo sé, pero nuestra cabeza siempre fue de las más perfumadas del barrio. Creo que en algún momento de mi vida mi madre debió usarnos como ambientadores. Pero además, siempre llevaba un montón de cosas sorprendentes, como un monedero lleno de pesetas sueltas, un pintalabios, una lima de uñas…
Claro, eran sorprendes en aquel momento. Ahora nos parecen una cosa bien normal. Yo, ahora mismo tengo en el cajón de la oficina (de la oficina!) limas de uñas, klinex, chicles, perfume, pendientes, maquillaje, mudas de ropa y dejo de enumerar porque pensaríais que estoy loca (bueno, más loca).
Está claro que heredamos ciertas manías maternas que hacemos nuestras perpetuándolas como una costumbre. Cuando leí la cita de Judith Lieber cogí mi bolso y lo ojeé y… sinceramente, entiendo por qué Mr. Coqueto tiene miedo de meter la mano dentro. Lo mantengo limpio haciendo redadas periódicas, pero está tan lleno que a veces encontrar algo es un infierno. Por no hablar de la contractura que tengo por espalda. (Debería ir aprendiéndome ya un par de canciones de El Jorobado de Notre Dam.)
La cuestión es que empiezo a mirar y tengo las gafas de sol, las de vista, pañuelos, medicinas, el abono transporte, la tarjeta de acceso a la oficina, una bolsa de tela plegada, dos pintalabios, un brillo, un colorete, dos sombras de ojos, un rímel, tampax, una muda de ropa interior (santo dios, estoy loca!), un libro, auriculares, un par de horquillas, las llaves de casa, la cartera, un monedero (por si me roban la cartera), unas galletitas, un cargador para mi móvil… ¿sigo?
Y sé que muchas de vosotras sois de las mías. Acumulamos todo tipo de objetos dentro del bolso (nuestro mejor coquetoamigo). Unas veces es por dejadez (Mr. Coqueto se queja de encontrar pintalabios y horquillas por toda la casa, yo lo escondo dentro del bolso, ya veré qué hago con él y después… cri cri cri), otras por pragmatismo (¡¡¡quién sabe cuándo necesitaré usar la olla express fuera de casa!!!) y otras sencilla y llanamente, por histeria. ¡Llevo encima una muda de ropa interior, por todo el cosmos!
Nota mental: nunca dejar a ninguno de mis compañeros de trabajo que rebusque en mi bolso.
Esa histeria que todas, en pequeña o gran medida, compartimos, no sólo se manifiesta en nuestros bolsos. ¡Qué va! Es extensible a todo, incluyendo las mesitas de noche, nuestros armarios, los recuerdos, las emociones y las relaciones con otras personas. Es lo que me gusta llamar “Síndrome de Diógenes emocional.”
Lo del armario creo que no necesita demasiada explicación, suele pasarnos a todas. Es algo así como: tengo un vestido ahí que sé que jamás me pondré porque a)ha pasado de moda y ahora parece un disfraz de Rebeca (la cantante) en el anuncio de Aurgi, b) nunca me llegó a gustar del todo, pero lo compré porque… porque… porque las chicas hacemos esas cosas de vez en cuando y c) me viene pequeño, reventón y con él parezco un redondo de ternera. Pero el caso es que ahí sigue, sobreviviendo a los años, ocupando espacio y encima, molestando. Molestando porque recuerda todos los días que a) algún día fui lo suficientemente hortera como para comprármelo, b) compro compulsivamente sin ningún tipo de control sobre mí misma y, lo que es peor, Mr.Coqueto tiene razón o c) a los dieciocho esta lozana, pero ahora estoy lista para la matanza.
Un día, muy decidida, lo meto en la bolsa de cosas para dar y luego, cuando voy a bajarla al contenedor de ropa, me entra la histeria y… lo recupero. Porque el status quo es el status quo. Y la verdad… sí, he engordado una o dos toneladas desde el instituto. Hay que asumirlo.
Pues lo mismo con los sentimientos, con las emociones y las relaciones. ¿O no guardamos dentro de nosotras sensaciones que ya en su momento fueron desagradables y que aunque el tiempo ha dado una pátina de indiferencia, siguen entorpeciéndonos el camino? Hay recuerdos que es mejor quemar y relaciones personales (no tienen por qué ser sentimentales) que es más sano aparcar. Yo por ejemplo he olvidado que mi mejor amiga y yo quedamos una vez en la playa con unos chicos y tras decidir que iríamos en bici, sus padres nos obligaron a ponernos casco. Bueno, no lo he olvidado, pero creo que es que tendré que gastar dinero en un psicoanalista para poder hacerlo.
A veces me da la sensación de que tendemos a ordenar nuestra vida como hacemos con los cajones de nuestros escritorios. Hay personas para las que cada cosa tiene un lugar y un nombre; ni siquiera los sentimientos se les resisten. Son grandes etiquetadores que organizan su vida con naturalidad bajo un orden marcial sin apenas proponérselo. Sus relaciones empiezan y terminan, como las de todos, pero cuando terminan, también son etiquetadas y más pronto o más tarde, olvidadas.
Otras personas, entre las que me temo que estoy yo, vamos metiendo las cosas así, como caen, en un cajón desastre en el que es común que los hilos de lo que sentimos por la gente, se enreden. Para muestra mi mesita de noche. Cuando tratas de sacar algo en claro, lo único que tienes es un nudo apretado cuya única solución es la tijera.
¿Qué hacer con ellos entonces? ¿Cortar? No. Los guardamos, escondiditos, por si un día volvemos a ser quienes fuimos. ¿Quién dice que no volveremos a quererlos como lo hicimos? Pero hay rotos que no tienen solución, sólo el reciclaje.
Es parte de nuestra naturaleza tender siempre a buscar remontar el río a contracorriente, pero tenemos que entender que, por muchas promesas que se hagan, cuando las cosas andan mal y cada vez son más grises, hay que distanciarse del problema.
Y aunque soy de la creencia de que el bolso de una mujer debe llevar todo lo que ésta necesitaría de verse en la situación de pasar la noche fuera de su casa (y sobrevivir con dignidad)… ¡fuera del armario y de nuestras cabezas todo lo que ha dejado de hacernos feliz! ¿De qué me sirve ver colgando de la percha ese bonito vestido negro que me viene pequeño? Sólo para frustrarme y castigarme mentalmente cada vez que lo veo, porque dudo mucho que algún día pueda volver a ponerme algo que llevé cuando Chenoa sacó su primer disco. ¿De qué sirven unos zapatos de tacón de vértigo que compré pensando eso de “nena, tú puedes”? Pues para nada. Bueno, para amenazar a Mr. Coqueto con lanzárselos si se pone tonto. Y… ¿de qué sirve recordar aquella discusión, seguir cogiendo ciertas llamadas e ir, de vez en cuando, a ojear esas fotos? Sí, pequeña coqueta, ESAS fotos. (Y lo digo señalándoos con dedo acusador)
Tenemos que querernos más. Es la conclusión. Menos peso en el bolso. Menos lastres emocionales y más coquetismo.
Así que, ¿sabéis qué? Voy a tirar ese vestido porque, ¿a quién le importa?