Dime con quién andas…

Elísabet Benavent

Elísabet Benavent

Dime con quién andas…

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¿Quién no ha pasado una tarde entera escuchando a una amiga hablar de ese chico que le encanta? Y… ¿quién no ha pasado una tarde entera contándole a una amiga hasta el más nimio detalle de ese chico que nos vuelve loca? Nos gusta recrearnos, esa es la verdad. Analizar hasta la demencia cada gesto, pestañeo, tic o palabra. Creemos que todo tiene un significado, pero lo cierto es que ellos no se preocupan tanto de esas pequeñas cosas. La mayoría de las veces que pensamos que están nerviosos por nuestra cercanía, en realidad les pican los huevos.
Los hay altos, bajos, flacos, fondones, cachas, guapos, feos… quien diga que las mujeres somos más superficiales que los hombres debería acordarse de que Adrien Brody es considerado un sex symbol. A las tías lo que nos gusta, en general, es un mix, como esas bolsas de patatas fritas que llevan mezcladito de todo tipo de ganchitos. Y al final, lo que más pesa, no es el tamaño de su pene y del contenido de su bolsa escrotal, ni si sus ojos son bonitos. Lo que nos gusta es sentir ese “cosquilleo” que solo se sabe diferenciar del enamoramiento superfluo cuando se ha sentido.
En mi adolescencia fui sumamente enamoradiza. Como secuela de aquello sufro constantes ataques de síndrome de Stendhal pero me limito, ya sabéis, a mirar con ojos empañados de deseo a hombres como Andrés Velencoso que, de lejos que están de mi alcance, están permitidos. Pero en aquella época adolescente creo que me colgué de todo de lo que una se puede colgar a esa tierna edad. Del chico malo del cole, que me dio mi primer beso. Del chico bueno del instituto, que me dio mis primeras calabazas. Del chico malo porque sí, que me puso mis primeros cuernos. Del más joven que yo, que me enseñó que el microondas, por definición, calienta pero no cocina. Del más mayor, pasado de vueltas, que intentó pervertirme. Del que se cree un semidios y que no llega ni a ser humano. Del feo. Del simpático. Y finalmente, a la tierna edad de dieciocho, del hombre de mi vida.
Y lo que no he vivido en mis propias carnes, lo he vivido a través de esas eternas charlas de la amiga enamoriscada del tonto de turno. Y eso, quieras que no, acaba por trazar un mapa mental en el que una es capaz de localizar y clasificar a cualquier tío. No suelo equivocarme; tengo ojo clínico. Es algo que también pasa con los personajes masculinos de una novela. Cada uno representa un roll y termina simbolizando lo que más desea un tipo muy concreto de mujer. Los hay para todos los gustos y todos acarrean sus peligros y sus ventajas. Solo hay que pararse a pensar en si compensan o no.

El malote
Desde los albores de la humanidad, las mujeres sentimos una obsesiva inclinación hacia los hombres rebeldes que van contra las normas. Malditos James Dean. En el cole es el que te tira de la coleta y te levanta la falda solo por el placer de verte gritar. En el instituto es el macarra con moto, que no aprueba ni asistencia y que a tus padres les horroriza. En la universidad es ese al que le va la juerga loca y con el que te ríes a morir. Y cuando somos adultas, el malote es aquel tío emocionalmente inaccesible al que creemos que terminaremos cambiando. Y no. Hay excepciones, claro, pero lo normal es que, ese tío por el que te esfuerzas tantísimo, no se cuelgue de ti. Disfrutaréis un rato, eso sí, porque si algo tiene el malote es que es un empotrador. Ha nacido con un código genético determinado que le empuja a poner la chorra a remojo muy a menudo y la práctica es la mejor técnica para el perfeccionamiento.
Lo bueno del malote es que te follará hasta que los ojos se te den la vuelta. Lo malo es que, no solo no lo cambiarás si no que, cuando menos te lo esperes, dejará de llamar y un día te enterarás de que se colgó de la tonta de turno y que ahora está casado y tiene quince niños que, no te explicas cómo ha tenido tiempo de engendrar.

Ahí lo dejo...
Ahí lo dejo…

El tío bueno

Puede ser malote, fingirlo o simplemente dejarse querer. El caso es que con el tío bueno pasa prácticamente lo mismo que con la típica tía cañón: son tan jodidamente guapos que no han tenido la obligación de desarrollar bien sus capacidades sociales, por lo que no suelen ser demasiado simpáticos (para qué cojones le hará falta ser simpático si se te caen las bragas al suelo haciendo ruido solo con que se apoye en la barra del bar) y como son capaces de verse en el espejo, es posible que también se lo tengan bastante creidito. Bueno, están las excepciones comunes del tío que está bueno que se rompe pero que es un amor, que hace que te rías a muerte y que, encima, no es superficial. Los hay, lo prometo, pero esto como las meigas. Cuestión de fe. Con las tías también pasa lo mismo, me imagino.
El caso es que los tíos buenos, malotes o no, nos suelen llevar una temporada de calle. Esos sí saben despertar nuestros celos y nuestras ganas de matar. Lo que somos capaces de hacer por tocarles el rabo, por el amor de Christian Dior y todas sus colonias… Son capaces de volvernos locas, porque las hormonas se hacen con el control de nuestro cuerpo y cuando las neuronas consiguen hacerse cargo de nuevo de la situación, lo único que pueden hacer es… pues eso, gestión de daños.
Pero, ¿sabéis lo bueno de ese tío bueno que te las hizo pasar canutas a los veintidós? Que envejece mal, que a los veintisiete está calvo como una bola de billar (y no una calvicie de las dignas, no señor, de las de cortinilla que no acepta la alopecia y que cree que se puede disimular), ahora empieza a estar fondón (cuando todo el mundo sabe que su atractivo residía en sus morritos carnosos, sus abdominales marcados y en su culito turgente) y encima su novia es lo más feo que te has tirado a la cara y a veces hasta te cuesta creer que sea humana. Entonces te miras tú en el espejo y… sí, a los veintidós eras monina y, si te los buscabas, te encontrabas dos mil defectos, pero lo cierto es que con treinta eres una mujer atractiva, que se cuida, que mejora con el tiempo y que encima se acepta. Y chicas… no hay nada más sexi que la seguridad en una misma.
Él está calvo y tú de muerte. Karma, le llaman.

El pagafantas
Este es un clásico. Suele pasar que a los veintidós, cuando el tío bueno te hace hasta bizquear de deseo, pasea a tu lado un buen amigo en el que ni siquiera te has fijado jamás. Tus amigas dicen que no está mal pero a ti te horroriza la idea de plantearte que tenga pene. Para ti, es un ente. Un ser celestial sin sexualidad que, paradojas del destino, lo que está es reprimiendo sus constantes deseos de darle un guantazo al gilipollas que te lleva por la calle de la amargura y besarte hasta que te ahogues. Y después hacerte el boca a boca en plan heroico. Y es mono, que conste, pero es que tú ni siquiera te lo has planteado jamás.
A veces va sumado al conocido síndrome del patito feo. De los veinte a los veinticinco es un orco de mordor, que no se saca partido, que aún tiene granos y que no ha aprendido a afeitarse del todo. De los veinticinco a los treinta, tiene una revelación y empieza a apañusarse. Además, deja de tener ese aspecto de niño mono, mutando hacia el hombre guapo. Y a los treinta… te quieres morir por haberle animado a enrollarse con tu amiga en lugar de contigo.
Son chicos a los que les da tiempo a ser hombres de provecho, además, porque como de los veinte a los veinticinco no follan mucho, pueden estudiar, o labrarse una carrera profesional en aquello que les guste. A los treinta, tendrán trabajo, pelo (súper importante eso), casa propia y una sonrisa de infarto. Siguen siendo simpáticos, conocen bien a las mujeres porque siempre se han rodeado de ellas y… no les importa ir a ver Love Actually al cine de verano contigo por enésima vez.
Ay, chicas… ¿qué más necesitamos para darnos cuenta de que el pagafantas de los noventa es el hombre de nuestras vidas en el dos mil? Nuevas generaciones: ojo. Hay que tener un poco de atino a la hora de elegir los tíos de los que nos colgamos.

El feo
Ay, dios. Este es mi preferido. Y no, no hablo de un hermano Calatrava. Hablo de ese chico que objetivamente es feucho y por mucho que te ponga, no te lo puedes negar a ti misma. Guapo, no es, pero es que se acerca sigilosamente a la parte contraria de la tabla. Pero tiene algo. Es sexi. Tiene pinta de romperte las bragas y luego quedárselas. Tiene una labia demoniaca. Y seguro que Dios le ha dado, para compensar que su nariz puede ser un poco daliniana, un rabo como una anaconda. Una anaconda que sabe usar, por cierto, porque a nosotras eso de que un chico te coma la oreja, te corteje y te haga reír (porque el feo te va a hacer reír) nos puede. Y le ha dado para practicar. Además, cuenta que es listo, por lo que ha degustado manjares de los que el guapo ha rechazado.
Ay, chicas. Los feos son el futuro. Y si un feo te gusta, lo hace bien, te hace reír y está por ti… es lo mejor del mundo. ¿Por qué? Porque con un poco de suerte las demás están cegatas y nadie intenta robártelo. Tuyooooo, tu tesooooorooooo.

"Ay, mi feo, comolo quiero..."
«Ay, mi feo, como lo quiero…»

El buen chico
Se diferencia del pagafantas en que, si no te has fijado en él es porque ha estado durante doce años ennoviado, seguramente, con una tía bastante histriónica, que se lo ha hecho pasar mal y que lo tiene amaestradito… le falta darle órdenes del tipo: dame la patatita.
Estos chicos son buenos, pero no tontos, así que un día se les hinchan las pelotas y lo dejan con ellas. Y como son majos y muy buenos, pasan un tiempo en barbecho porque tienen remordimientos. Luego, se dan un poco a la mala vida y follan por ahí, fingiendo que son un poco malotes porque “han salido de una relación larga”. Pero la cabra tira al monte, chatas. Y ese chico lo que quiere es tener alguien a quien querer, con el que ser bueno y recibir lo mismo. Este chico no quiere tener la chorra en libertad, saltando en el agua como la orca Willy. Lo que quiere es que su apéndice colgante tenga un nidito. Un nidito de amor, claro.Retiro lo dicho, coquetas, el mejor, el buen chico, aunque a los quince no nos haga ninguna gracia, porque siempre es el chico con el que a nuestras madres nos gustaría ver. Solo por llevar la contraria… Pero reinas moras, al final, dentro de cien años, todos calvos y… ¿qué más dará cómo crean los demás que es si a nosotras nos gusta a morir? Lo importante es que hagamos una inversión con nuestro tiempo y empecemos a no perderlo con tíos que lo único que tienen que ofrecer es un vientre en el que se puede rayar queso. Lo mejor, el antiguo pagafantas, con el chico bueno, con el tío bueno simpático o el feo… cualquier cosa que te haga feliz, que nunca te menosprecie y que te mire como si fueras la única hembra sobre la faz de la tierra. Para ver culos turgentes siempre tenemos el cine, ¿no?Y esto de regalo…

Carita del vecinito de al lado y un vientre para lavar ropa. Bien. :)
Carita del vecinito de al lado y un vientre para lavar ropa. Bien. 🙂

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