En los zapatos de Valeria – 1er Capítulo

Elísabet Benavent

Elísabet Benavent

En los zapatos de Valeria – 1er Capítulo

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En los zapatos de Valeria es mi primer «bebé». La primera parte de una saga de cuatro libros en los que, Valeria, Lola, Carmen y Nerea, nos cuentas sus aventuras y desventuras en la complicada tarea de ser mujer hoy en día. Se habla un poco de todo, pero sobre todo, de lo que nos ocupa a nosotras, las chicas reales, de carne y hueso, cuando nos juntamos: sexo.

Muchas de vosotras ya lo conoceréis. La primera parte de la saga fue publicada en Amazon en enero de este mismo año, mientras que la segunda llegó a ésta plataforma dos meses después. Muy pronto aparecerán publicadas de nuevo bajo el sello Suma de letras, así que las «Coquetas» estamos de enhorabuena.

Para aquellas que no pudieron comprarlo en su día, dejo un caramelito, en forma de primer capítulo de la Saga. Si os quedáis con ganas de más, non ti preocupare! Más pronto de lo que pensáis volverá a estar disponibles en versión digital y en septiembre llegará a las librerías.

Para conocer a Víctor (todopoderoso y ultrasexual) hay que sumergirse en la lectura de la primera entrega, pero no se hará de rogar en las siguientes. Cómo nos hace sufrir este chico…

Andrés Velencoso ha sido nombrado por unanimidad nuestro "Víctor" de carne y hueso.
Andrés Velencoso ha sido nombrado por unanimidad nuestro «Víctor» de carne y hueso.

 

«Érase una vez…

Paré el ruidoso paseo de mis dedos sobre el teclado y releí mientras me rascaba la cabeza con un lápiz:

Se miraron. Los metros de distancia entre ellos no importaron porque los pensamientos se materializaron,  cayendo sobre el suelo y rebotando hasta huir. En la décima de segundo en la que se sostuvieron la mirada todo se congeló; en la ventana se paró hasta la brisa que agitaba los árboles. Pero ella pestañeó y ambos apartaron la mirada, avergonzados, azorados y enamorados de pronto, de la idea de enamorarse de un desconocido”.

Puse los ojos en blanco, solté el lápiz sobre la mesa y me levanté como si alguien hubiese instalado un muelle en el asiento.

–          ¡Pero menuda mierda!

Evidentemente sabía que nadie iba a escucharme, pero necesitaba decir en voz alta lo único que me llenaba la cabeza en aquel momento. “Esto es una mierda”. Era como las letras de inicio de La Guerra de las Galaxias, pero en versión malhablada. Menuda mierda. Una mierda enorme. Una mierda del tamaño del cagarro que estaba escribiendo, que era inmenso.

Estaba seca de ideas, esa era la triste verdad. Las 57 hojas que ya tenía escritas no eran más que sandeces con las que me justificaba, estaba claro. Sandeces chuscas y horripilantes dignas de concurso literario de Instituto. Al terminar el día me exigía a mí misma haber escrito al menos dos folios, aunque dada la situación empezaba a agradecer dos o tres párrafos potables. ¿Potables? Eso era mucho esperar.

Pasarme el día delante del ordenador no tenía ningún sentido. Estando sola en casa no necesitaba fingir nada y de sobra sabía que no me saldría nada brillante aquel día. O quizá nunca. Así que del salón/despacho/sala de estar me pasé al dormitorio, recorrido para el cual no eran necesarios más de tres pasos y me senté en la cama. Eché una ojeada a mis pies desnudos y como el descascarillado esmalte de mis uñas me horrorizó, acerqué el cenicero y encendí un pitillo…

Con lo que yo había sido. ¿Desde cuándo me parecía aceptable aquel estado de dejadez? Después miré de reojo el teléfono y tras pensármelo dos décimas de segundo, lo agarré.

Un tono… dos… tres…

–          ¿Sí? – contestó.

–          Pongamos que soy una fracasada, ¿me seguirías queriendo? – pregunté con soltura.

Lola se rió en una carcajada que hizo vibrar mi tímpano:

–          Eres una paranoica. – contestó.

–          No es paranoia. Aún no he escrito ni una buena frase. En la editorial me van a dar una patada en el culo. Una patada enorme. O mejor dicho, les dará igual. Me la estoy dando a mí misma.

–          Nadie más que yo puede patearte el culo, Valeria. – añadió cariñosa, como quien hace un mimo.

–          ¿Sabes qué es lo más complicado para un escritor nobel? Publicar su segunda novela. Segunda novela. Eso ya implica al menos tener algo. Lo que yo tengo entre manos es un mojón. Mi segunda mierda, eso va a ser.

–          Eres tonta.

–          Hablo en serio, Lola, creo que me he equivocado dejando el trabajo. – me agarré la cabeza entre las manos y noté el bamboleo flácido de mi moño deshecho.

–          No digas tonterías. Estabas hasta las narices, tu jefe era feo a rabiar y ahora tienes de qué vivir. ¿Dónde está el problema?

El problema es que el dinero no dura eternamente y el “probar suerte en el mercado editorial” siempre había sonado demasiado endeble. Lo medité durante un segundo, pero el claxon de un autobús a la otra parte del hilo telefónico me distrajo. Miré el reloj. Eran a penas las doce de la mañana y Lola tendría que estar trabajando.

–          ¿Te pillo mal? – le pregunté.

–          ¡Que va!

–          Se oye tráfico. ¿Vas por la calle?

–          Sí, es que me inventé en el trabajo un dolor horrible de muñeca y me fui de escaparates.

Moví la cabeza sonriendo con desaprobación. Esta Lola…

–          No sé por qué sabía que no te iba a pillar en el trabajo si te llamaba a estas horas. Un día de estos a la que le van a dar la patada es a ti, querida.

Soltó una risita.

–          Soy eficiente y rápida, no creo que busquen más para un trabajo como el mío.

–          Quizá alguien que no practique el escapismo. – contesté dándome cuenta de que mi manicura también dejaba bastante que desear.

–          Oye, estoy a dos paradas de tu casa. ¿Te apetece que me pase?

–          Claro que me apetece.

Colgó. Lola no se despide por teléfono.

Me paré a pensar en la vida de Lola, tan agitada, con su agenda roja tan llena de citas que siempre parecían importantes y emocionantes, aunque se tratara de una visita a la esteticista a repasar la brasileña. Su esteticista, sí, esa mujer a la que apodaba “Miss Shaigon” pero que realmente había nacido en Plasencia y que una vez me dejó sin un pelo de tonta sin previo aviso.

En los ratos muertos me gustaba cotillear entre las páginas de la agenda de Lola, donde llevaba anotada toda su vida. Los números de teléfono de los chicos con los que quedaba, los kilos que pesaba, las veces que chuscaba (que eran muchas, para mi soberana envidia), las horas del gimnasio que se planteaba hacer y las que realmente hacía, las copas que se tomaba, su consumo de cigarrillos, las citas con Sergio, las prendas de ropa prestadas, las que dejaba en la tintorería y las que debía comprar como fondo de armario; mil tickets de tiendas y del supermercado en los que subrayaba sin ton ni son cifras y que pegaba en las páginas finales de aquella especie de diario. Toda su vida estaba allí, garabateada sobre el papel con rotuladores de colores; sin pudor, casi en una especie de salvaje nudismo muy propio de Lola, que por no tener miedo, ni siquiera se lo tenía a ella misma. Era apasionante.

Yo me había acostumbrado a llevar toda mi agenda informatizada, porque de esa manera el ordenador o el móvil podían emitir un ruido lo suficientemente repetitivo y molesto como para despertarme de mi eterna siesta y recordarme que tenía que ir a visitar a mi madre o ayudar a mi hermana con alguno de sus planes absurdos, como cambiar de sitio todos los muebles de la casa. Sí, esas eran mis obligaciones ahora. Mi agenda no era un libro de viajes, como la de Lola; era más bien un cúmulo de compromisos familiares, fechas tope de pago de facturas y coordinaciones con la agenda de Adrián, mi marido. Sí, marido, he dicho bien. A veces me daba la sensación de que esa palabra desentonaba enérgicamente con mis veintisiete años. A decir verdad… sí, desentonaba. Con mis veintisiete años y a ratos con mi vida al completo, pero esa es otra cuestión en la que no entraré… por ahora.

Me asomé a la ventana. Hacía un día radiante a pesar de que a lo lejos se intuyeran ciertas nubes. Entendía que Lola hubiese escapado de su trabajo. Si yo hubiera estado aún encerrada en el trabajo de oficina también lo hubiese deseado, aunque claro, yo nunca me hubiera atrevido. Nunca fui una persona valiente, al menos no en ese sentido. Debería haber dicho temeraria, ¿verdad?

El timbre sonó. No estaba acostumbrada a su sonido infernal, aunque llevaba un par de años viviendo en aquel zulo, así que del susto casi me caí por la ventana. Hubiera sido un cirio, porque vivía en un cuarto piso y justo debajo estaba el toldo de una frutería de paquistanís. No me gustaría atravesarla y morir empalada por un montón de lichis, como metralla frutal.

Una vez repuesta del susto fui hacia la puerta. Ni siquiera me eché una bata por encima; abrí vestida con una camiseta vieja y con un short de los años 90, una de esas piezas de ropa por las que no pasan los años. Creo que ya había hecho gimnasia con él en el colegio. Lola me miró de arriba abajo antes de soltar una carcajada.

–          ¡Hostia Valeria, me encanta tu short! Es de lo más… no sé cómo definirlo, ¿retro glam?

Me miré en el espejo de la entrada y pensé que lo peor no era mi indumentaria. Probablemente Lola, por no hacer leña del árbol caído, pasaba por alto mi cuestionable peinado a lo Amy Winehouse y la enorme carnicería que me había hecho en la barbilla intentando quitarme un grano que para el resto de los mortales no existía. Tenía el cabello, castaño claro, fosco y sin vida. Si te parabas a mirarlo incluso se podía atisbar un reflejo verdoso. Menos mal que yo ya no me paraba a mirar…

–          Ya sé, se me olvidó ponerme el traje de novia para recibirte. – contesté con desdén dejándola pasar en casa y apartando de un manotazo la vergüenza de estar hecha un moscorrofio.

–          No, no – rió Lola – que lo digo de verdad. Me encanta. Te queda muy bien. Tienes unas piernas bonitas que nunca enseñas. A Adrián debe encantarle ese pantalón.

–          Bah! – la tomé por loca. A Adrián últimamente no sé si le gustaba nada de lo que me ponía encima. Ni de lo que había debajo, para más señas.

Me volví de espaldas para echarme acurrucada sobre mi sillón preferido, el único de la casa. Y he dicho sillón, no sofá. Para meter un sofá de dos plazas en aquel “salón” debería desaparecer al menos, una pared. Me río yo de cómo distribuyen los de Ikea esos adorables pisitos de 35 metros cuadrados.

Miré a Lola, que estaba impecable, como siempre. No sé cómo se las apaña para estar siempre tan sexy, con su espesa melena color chocolate y sus labios rojos. Soy una mujer heterosexual y aún así hay días en los que me parece sencillamente irresistible. A penas un año atrás yo también era una de esas mujeres coquetas que se esmeran en dar siempre la versión más impoluta de sí mismas. Pero ahora… En fin. Sólo había que verme. Era un Fraguel.

Mientras miraba a Lola con esa adoración de la mejor amiga, ella se revolvió el flequillo con la mano derecha y con la izquierda dejó caer su bolso sobre el suelo. Sonreí al ver asomarse el lomo rojo de su famosa agenda.

–          ¿Qué tal tu muñeca? – le pregunté.

–          ¡Oh, Oh! ¡Tengo un dolor infernal! Creo que es codo de tenista. – se encogió fingiendo estar sufriendo en silencio, como con las hemorroides.

–          Yo más bien diría codo de cuentista.

–          ¡Venga Valeria, un día es un día! Acabé la traducción y me negué a quedarme allí con cara de acelga como el resto de mis grises compañeras. Sé buena y ofréceme algo de alcohol. – se dejó caer sobre los pies de la cama y sonrió. – Uh! ¿Colcha nueva? ¿Quemasteis la otra follando encima como degenerados?

Ignoré las últimas dos frases y preocupada por nuestro alcoholismo, le dije:

–          Lola, cariño, es a penas mediodía.

–          ¡La hora perfecta para un vermut!

Lola sorbió el último trago de su Martini rosso sonoramente, como siempre que bebía a gusto algo. Luego masticó la aceituna sonriente, con su pintalabios perfectamente colocado. Tenía que preguntarle cómo lo hacía para estar tan impecable. Miré mi glamurosa copa de cóctel y mi indumentaria después y me eché mentalmente las manos a la cabeza. Qué desastre…

–          ¿Y Adrián? ¿Qué hace? – preguntó sin ceremonias.

–          Está trabajando.

–          Ya supongo. No creo que el codo de tenista sea una epidemia. – se rió de su propia broma como si fuese la bomba para después aclarar – Me refería a qué hace Adrián frente a esa horrible frustración que te tiene aquí mutando a… ¿fruiti?

La miré levantando mi ceja izquierda y estirando el brazo apretó dos veces mi moño:

–          Moic, moic. – dijo a la vez.

–          La verdad es que Adrián me da una palmadita en la espalda y me dice que cuando me tranquilice saldrá todo a borbotones. Pero… – no me folla, pensé.

–          ¿Pero? ¿Qué hay de pero en esta situación?

Me mordí el carrillo. Confesarlo era tan vergonzoso…

–          Creo que no va a salir. Creo, sinceramente, que el primer libro fue cuestión de suerte y que este segundo va a ser una bofetada seca en la cara que me la va  a girar del revés. Y yo, dándome aires de escritora torturada va y dejo el trabajo… Acabaré en un McAuto de madrugada.

–          Una frase es cuestión de suerte. Encontrar unos zapatos preciosos a precio de saldo – se señaló los pies, que lucían unos peeptoe para morirse del gusto – es cuestión de suerte. Quinientas setenta páginas de una historia fascinante escrita con elegancia y esmero, no lo son.

–          Eres mi mejor amiga, ¿tú qué vas a decir?

–          Pues la verdad, como que necesitas una manicura urgente. – Se encendió un cigarrillo. – ¿De qué trata tu nueva historia? – se levantó y alcanzó el cenicero.

–          Lo de siempre, amor y bla, bla, bla.

–          Tu problema es que te falta inspiración real. – y dibujó una sonrisa pérfida tras echar el humo en una nube que, saliendo de esos labios tan rojos, parecía hasta sensual.

–          ¿Intentas decirme algo? Mi relación… – empecé a decir.

Mi relación era una mierda, pero me alegré de que me interrumpiera, para no tener que mentir a alguien más que a mí misma.

–          Calla. Intento contarte algo. – dijo frunciendo el ceño.

–          Ohm…

–          Algo suculento.

Serví otra copa rebosante… y ella sonrió acercándosela a los labios.»


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