Odios y melancolías, by Beta Coqueta

Elísabet Benavent

Elísabet Benavent

Odios y melancolías, by Beta Coqueta

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Odio a las personas que tienen una botellita de agua dentro del bolso y la sacan de vez en cuando para darle sorbitos pequeños. No puedo entenderlo. Si tienes sed, te la bebes y si no, la dejas dentro del puñetero bolso. Pero no. Slurp, slurp… sorbito a sorbito (porque además, suelen ser sorbitos sonoros de los que crispan los nervios) van dándote el viaje en metro.

Yo he pensado hacerlo también, pero con una botella de Tanqueray.

¿Qué más odio? La gente que no se lava el pelo. Pero vamos a ver… ¡¡cómo puede no molestarte esa mata mostosa de pelo y me duele hasta la vista a mí de vértela!! Señores, el pelo sucio también huele. Y huele, para más señas, mal. Y ya, para rematar, la gente que no se lava el pelo y que ni siquiera se preocupa de pasarse un peine para disimular que tiene toda la coronilla levantada de dormir en la misma postura toda la noche. Y no hablo de que se te peguen las sábanas un día; hablo de verdaderos Modus Operandi.

Pero como soy una persona transigente (respiro hondo a la vez que levanto los brazos, en plan zen) no he cedido a los impulsos que me obligan a comprarme un arma potente a través de internet. Nunca he probado, pero estoy segura de que hasta podría hacerme con un tanque que demoliese edificios enteros.

Pero entre todos estos odios absurdos, donde quiero llegar es que: odio las canciones de amor. Y no porque sí, sino por porque son el recordatorio molesto y cojonero de cosas que ni siquiera sabíamos antes de escucharlas. Y las odio como con sadomasoquismo, a lo Christian Grey. Las odio y las amo en la misma proporción, porque a veces escuecen.

A mí a veces me dicen cosas como “no te has portado bien con tu marido, eres una perra mala”, “te estás haciendo vieja” o “¿y si un día te deja por otra más delgada?” Esas cosas de maruja casada de veintinueve. (Suspiro)

Pero, como ya he dicho en muchas ocasiones, escucho mientras me emborracho y tengo la “habilidad” de impregnarme de las sensaciones ajenas. Empatía le llaman. Pero lo mío a la enésima potencia, llegando a sentirme mal por una historia de amor que no acaba de cuajar, aunque yo no tenga que ver absolutamente nada.

Y me cuentan que, un día te vas a dar una ducha, enciendes la radio para poder canturrear debajo del agua y va y te encuentras con una bomba emocional. Eras más feliz antes de ver que sí, que la relación que tienes con ese alguien en el que no quieres pensar es un desastre continuo, una equivocación detrás de otra y que en el fondo estás muerta de miedo. Porque después de escuchar esa canción solemos descubrir también que, aunque siempre hizo daño, tenerle lejos es peor. O mejor, pero duele cantidad.

Quizá sea algo que aprehendemos con el tiempo o que nos enseñan nuestras madres sin darse cuenta: las historias de amor, cuanto más dolorosas y más truculentas, mejor. “Amores reñidos son los más queridos”, ¿no lo habéis oído nunca? Pues como con la copla, que si no muere nadie en una plaza de toros, es la amante bandida la que vive amargada siendo una apestada social.

Escuchamos la canción en repeat, y no tiene por qué ser copla, que conste; en general canciones que escuecen, rascan y pican y que, a veces, jamás confesaríamos que escuchamos y que, si no nos tocaran tan de cerca, odiaríamos. Y el resultado es que nos hacemos un bolillito en la ducha, en posición fetal y deseamos con todas nuestras fuerzas que él esté escuchándola y se acuerde de nosotras también.

Pero la terrible verdad, coquetas, es que él la escucha, se rasca la entrepierna y se pregunta a qué hora juega su equipo, quién ha cambiado el dial de la radio o a lo sumo quién será la cantante y si tiene las tetas gordas. Qué felices son. Yo quiero un pene. Grande y gordo, a poder ser.

Quizá eso sea lo que necesitamos creer llegadas a un momento dado, que ellos pasan de todo. Porque pensar que a ellos se les encoge el estómago de la misma manera cuando se acuerdan de nosotras, a veces puede llegar a ser demasiado cruel.

A lo mejor, el mundo está lleno de hombres perfectos y esas manías que a mí me repatean son lo que hace que el resto de las mujeres les amen. Me cuesta imaginar una mujer suspirando al ver unas uñas de los pies largas, pero oye, hay fetichismos para todos los gustos y probablemente nadie entiende mi obsesión por los olores (estoy realmente obsesionada con los perfumes masculinos, creedme).

A lo mejor, de puertas de esta habitación hacia fuera, los hombres son seres gráciles e incomprendidos, sencillos, que no simples. Quizá despiertan todos los días y corren hacia el baño para decirse delante del espejo que hoy encontrarán el amor.

No. Seguramente no.

Volviendo a la triste realidad, no, el mundo no está lleno de hombres perfectos esperando a hacernos felices. Ellos caminan por el mundo con multitud de motivaciones en la cabeza (como las nuestras, no creáis Trabajo-Sexo-Ocio-Dinero) pero no se obsesionan con el amor. Y ¿sabéis? nos equivocamos; nuestras queridas mamás nos enseñaron otra cosa sin pretenderlo junto con adorar las canciones de amores imposibles en los que uno llora amargamente: tratar de ser perfectas. (Tengo mi post al respecto!)

¿Por qué vamos a serlo? ¿Quizá en el momento en el que alcancemos la perfección nos espera ese hombre perfecto que siempre huele a perfume caro, que cambia las sábanas cuando toca, que sabe cocinar, que nos adora, que folla como un Dios con su rabo de metro y medio, que sabe dar masajes (él, no el rabo, aunque si los sabe dar el rabo por mí vale, que un masaje es un masaje) y en cuyos abdominales podemos rayar queso? A lo mejor simplemente alcanzamos el Nirvana y nos diluimos en el cosmos como una fuerza invisible, una energía inmortal… (Prefiero lo del pene que da masajes, ya que estamos)

Yo, por mí, dejo pasar la oportunidad de descubrirlo y me bajo del tren de la perfección. Ni queremos hombres perfectos ni somos felices intentándolo ser nosotras. Esa es la verdad, coquetas. Y nadie merece que me traicione convirtiéndome en alguien que no os diga que vosotras dependéis solamente de vosotras mismas. Si él decide que quereros le complica la vida, él tiene el problema.

Y para cerrar, una de esas canciones de amor que me arrancan una sonrisa. Gracias, Chivi, ¿qué haríamos sin ti?

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