Nostalgias

Elísabet Benavent

Elísabet Benavent

Nostalgias

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La música ha formado parte de mi vida desde que tengo memoria. Mi madre canta muy bien y siempre añade a los olores de comida recién hecha y su colonia de lavanda, el toque de alguna canción antigua; casi todos mis recuerdos de la niñez en adelante están teñidos de notas musicales. Lo bueno de las canciones es que hay una para cada momento. Da igual el tono… siempre hay una.

Quizá puede pasar desapercibido detrás de otros de los rasgos de mi carácter, pero siempre he sido una persona nostálgica. De las que se zambullen en recuerdos a menudo, se pueden poner bastante sensibles contando una anécdota y que incluso se emocionan, lágrimas incluidas con aquello que el tiempo mantiene, extravía o coloca en su lugar. Por eso, mis listas de canciones están llenas de temas… ciertamente nostálgicos y cada uno tiene un recuerdo adherido: a veces mío, a veces de alguna de las historias que inventé un día y que echó a andar sola plasmada en papel. No son recurrentes. Supongo que a todos nos pasa: durante una temporada repites hasta la extenuación una canción para abandonarla durante meses y recuperarla mucho después.

Sin embargo… hay una especial. Una que solo escucho en una situación… pero que escucho siempre en esa situación. La canción es “Let her go”, de Passenger, la ocasión, el tren, de vuelta desde mi Valencia natal a mi Madrid adoptivo. Y no hay ni una vez que esta canción no me duela.

No diré que no fue difícil dejar a mis padres, mi casa, mis amigas y todo mi mundo al completo al marcharme a Madrid, pero lo hice ilusionada. Era el momento de desplegar las alas y crecer. Hacía ya meses que los planes del futuro monopolizaban las conversaciones de las quedadas de cerveza y cacahuetes y las cenas de chicas. Nos encontrábamos en un momento de nuestras vidas en el que todo parecía demasiado inestable… hasta los sueños. Pero teníamos edad de que nos parecieran posibles y… por eso mismo, porque no creímos que fueran imposibles, peleamos por ellos.

El día que llegué a Madrid con mis padres para quedarme, no lloré. Al menos no lo hice delante de ellos. Ellos tampoco lo hicieron delante de mí. Nos despedimos en el portal de la que fue mi primera casa, un piso compartido que años después sería mi escenario mental para la casa de Martina, Amaia y Sandra. Óscar, que en aquel momento llevaba unos pantalones demencialmente anchos y con el que ya planeaba nuestra boda, me cogía de la cintura y yo agitaba la mano con una sonrisa, rezando mentalmente para que el coche de mis padres desapareciera de mi vista pronto y pudiera llorar. No lo sabía, pero después de aquella despedida ellos lloraron durante días. Se les quedaba la casa vacía. Se marchaba la pequeña. Y todos sabíamos que ya no volvería para quedarme nunca más.

Es ley de vida. Los hijos se marchan de casa de sus padres y el orden (o desorden) que durante muchos años fue rutina, se restablece. El hogar en la que creciste sigue siendo tuyo… pero ya no lo es.

Tengo la tremenda suerte de tener una pandilla de amigas de las que odian el teléfono (como yo) pero con las que siento que el tiempo no ha pasado. Jazmín sigue siendo nuestra rusita, aunque ya haya dejado de cortarse el flequillo ella sola. Vega, la rubia que se come las sobras de la pizza de todos los platos. Paula, la que considera que las gafas le dan poderes. Raquel ha sido mamá, pero nada ha cambiado tampoco con ella… sigue pensando que es más alta que yo. Laurita sigue teniendo pies de bebé y mi hermana pequeña sigue estando pirada… menos mal. Lucía sigue soñando con recorrer el mundo entero. Alma será mamá pronto. Pero las tres Marías y Aurora están lejos, creando hogares lejos del que fue suyo. Casi todas, incluyendo las que ahora se mueven por los mismos lugares que nos vieron convertirnos en adultas, saben bien lo que es marcharse. Entienden esta nostalgia de la que hablo. Y seguro que tú que me estás leyendo, también.

La nostalgia no es una cuestión que afecte únicamente al camino de vuelta. La nostalgia se palpa también cuando llegas.

Siempre vislumbro a mis padres esperando en la estación con carita de ilusión… la misma que pongo yo, aunque no me veo. Por trabajo voy menos de lo que debería. A veces tengo la suerte de que mis sobrinos también vienen a recibirme y entonces, es fiesta y terriblemente triste a la vez, porque han crecido, están mayores, han aprendido a silbar o a contar o a cantar o a escribir… y yo me lo perdí. Y necesito apurar el tiempo para sentir que cuando me voy, no se les olvidará que tienen una tía en Madrid, medio loca, que se tiñó el pelo de verde, que lleva un gato tatuado en un costado y cuenta historias absurdas sobre los dos gatos gigantes que tiene en casa.

El coche se desliza con suavidad entre ese tráfico en el que nunca me acostumbré a circular y cruzamos una Valencia que, aunque me digan lo contrario, huele a mar hasta en la estación. Pasamos relativamente cerca del barrio en que crecí, de mi colegio, de la primera casa de mi hermana y pronto nos desviamos en la carretera, justo junto a su actual casa, para entrar en el pueblecito en el que viví mis últimos ocho años en Valencia.

Mi instituto, la rotonda en la que una vez casi me caí de la moto en la que me llevaba una compañera (a espaldas de mis padres), el videoclub en el que trabajé, la cabina en la que quedábamos la pandilla antes de ir a cenar al chino, la cervecería que cerramos tantas veces, la otra rotonda, la de los botijos, donde una vez a mi hermana y a mí nos asustaron unos tíos disfrazados de trogloditas y la cuesta que con la bicicleta te dejaba muerta morida.

La casa de mis padres sigue oliendo exactamente igual que el día que la dejé, abrazada al cojín en forma de flor que me regalaron Aurora y María en mi cumpleaños de los veintidós. Mi padre carga mi maleta, aunque yo no quiera. Mi madre hace muchas cosas a la vez y farfulla desde la cocina. Y los recuerdos de las noches entrando a hurtadillas, las tardes de domingo viendo la tele, las entradas y las salidas, los “hija mía, si se cae el techo no hay peligro de que te pille a ti debajo” de mi madre y la hamaca en la que me he echado las mejores siestas de mi vida, me rodean. En esta ocasión ya no es la nostalgia de saber que allí la vida siguió su curso sin mí lo que me encoge… es la sensación de que el tiempo pasa tan rápido que da vértigo.

Así que cuando me voy, cuando de pronto estoy haciendo la maleta de nuevo y tengo prisa por marcharme para no llorar (porque siempre me voy con ganas de llorar) y no ver llorar a mamá, siempre lo hago con la sensación de que he perdido algo que debería ser mío. He perdido una ciudad que está minada de recuerdos y que sigo teniendo a pesar de todo… pero que se siente extraña, como si notara que has hecho tu vida en otro sitio y estuviera celosa.

Hace poco, mi marido y yo volvíamos de una boda en el coche y le pedí, por favor, que se desviara para cruzar la zona de Cánovas porque, como cantaba Carlos Goñi en ‘Lecho de rosas’, “Cánovas brilla y le ciegan las luces… parece Sunset Boulevard”.

  • Cada vez que paso por aquí, tengo ganas de llorar. – le dije. – Valencia es tan bonita que quiero llorar.
  • Algún día haremos las paces con la ciudad.

Él. Óscar. Míster Coqueto. Mi marido. Tan poco dado a los discursos románticos… tan poco nostálgico en el día a día… dio en el clavo. Y comprendí que esta nostalgia, este tipo de nostalgia, no es mío. Es de muchos. Y, quizá porque mal de muchos es consuelo de tontos, así pesa menos.

En realidad, estoy a un paso de mis padres, de las calles de mi infancia, de mis amigas. A poco más de hora y media en tren de alta velocidad. A tres horas y algo en coche. Dos vidas de hombre y una de perro en autobús, pero ese es otro tema.

Mi gente tendrá casa en Madrid cuando quiera y, con una sonrisa enorme y orgullosa le presentaré, a quién no los conozca aún, a la familia que hice aquí. Pero la nostalgia es la nostalgia. Por lo que fue, por lo que ahora es más difícil, por lo que no será más.

Así que cuando me suba en el tren de vuelta y escuche “Let her go” de Passenger, volveré a sentirme tonta, pequeña, emocionada. Y volveré a pensar en lo mucho que me quieren mis padres, que me dejaron marchar pese a los esfuerzos que supuso; en mi hermana y mis sobrinos. En mis amigas. En mi vida allí, que quedará de nuevo en standby a la espera de que la nostalgia me pueda de nuevo y vuelva… pero ya nunca para quedarme.

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