El retorno!

Elísabet Benavent

Elísabet Benavent

El retorno!

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Vale, llevo desaparecida desde finales de agosto. Acepto flagelos y demás castigos (con cuidado, morbosos, que no me va que me peguen – aún – )

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El caso es que podría disculparme diciendo que me han operado de una mano que tenía defectuosa (y que sigue con pinta chusca), que he llevado una escayola durante tres semanas (que olía a rayos), que me secuestraron el cerebro las drogas administradas para el dolor (qué viajes me pegué)… pero la verdad es que si no he colgado absolutamente nada, es porque sufrí un bloqueo coquetil bloggero y no me salía nada. Absolutamente nada. Escribí un post aburridísimo sobre las cremas que utilizo para la cara, pero como no quiero mataros de hastío, pues me lo tragué y me dije a mí misma que era mejor dejar descansar el cerebelo.

Y le di vueltas y vueltas a qué podría escribir, y nada. Secano.

Pero esta semana es, oficialmente, mi reincorporación a la rutina de la oficina. Sí, esa oficina de moqueta azul, sucia, devoradora de clips. Sí, esa rutina de calentar tuppers en un microondas en el que, probablemente, la policía científica encontraría todo tipo de restos humanos. Y, al contrario de lo que pensaba poniéndome el traje negro de oficinista, hoy ha florecido una idea en mi mente. Y aquí estoy, escribiéndolo.

¿Y cuál es esa idea? Follar con gente que nos cae mal, como concepto. Así, en resumen. Empecemos.

Sé que todos los hemos sentido alguna vez en nuestra vida (o protovida en mi caso, que llevo con la misma persona desde los albores de la humanidad y nunca lo he odiado). Pero ya sabéis que mis amigas son mis musas y una aprende mucho de lo que tiene alrededor mientras un montón de mujeres beben como vikingos. Una mujer aprende mucho, quiero decir, si escucha. Si bebe como vikinga no aprende, se emborracha mucho y muy fuerte y termina vomitando en casa de sus padres dentro de una bolsa de El Corte Inglés que, maldita sea ella, tiene un jodido agujero. No es que me haya pasado, eh…

Ejem, ejem.

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Sigamos. El caso es que conoces a alguien que de mal que te cae te da hasta asco. Le matarías hundiendo los dedos en su garganta. Le deseas almorranas, sarna, chinches, varicela y peste negra. Deseas hasta que participe en el próximo videoclip de Leticia Sabater. Pero… (y este “pero” es oscuro, húmedo y pérfido) te pone cachonda como una perra. Y no hay ningún sinónimo más educado para lo que te pone ese hombre, lo siento por las sensibles. Te pone como una auténtica perra rabiosa y cachonda. Vamos, que le echarías un polvo furioso, de esos en los que arañas, muerdes sin remordimiento y gritas insultos y obscenidades. Y hasta le pegarías bofetones, pero que no pare. Sobre todo, que no pare de empujar.

El caso es… ¿cómo puede ser? ¿Es posible que ese rasgo de nuestra personalidad haga las paces con nuestro lado masculino? Sí, ese que folla sin remordimientos y que no sueña con amor eterno, ni bodas, ni declaraciones de amor de ningún tipo. Ese: fóllame como si fuera tu vida en ello y luego lárgate.

Siempre he pensado que, aunque ellos sí tienen un lado femenino, que creo que es el encargado de que puedan sentir empatía con el género femenino, nuestro lado masculino está más cerca de ser la capacidad de ingerir cerveza a borbotones y de eructar como machotas que de entender el concepto “sexo sin compromiso”. Pero tengo que cambiar de opinión. Nosotras, sin duda, también podemos ser muy hombres (y no tiene nada que ver con la cantidad de vello corporal)

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Por ejemplo: empotradores. Sorpresas de la vida, resulta que también existen las empotradoras. Chicas sexys, seguras de sí mismas, divertidas y un pelín salvajes, que no tienen vergüenza ninguna a meterle mano entre las piernas, hacer un mohín y decirle cosas como: “no me puedo creer que me vayas a dejar dormir sola”. Son chicas que, si un chico les apetece, se lo comen y punto. Y luego no tienen remordimientos ni piensan en si la gente las tachará de ligeras de cascos. Siempre consiguen que los hombres se queden prendados de ellas, que las vean inalcanzables y divertidas. Hacen que muchos hombres casados incluso piensen “ojalá mi mujer fuera tan despreocupada y sensual”.

Y ahí… danger, danger, fire in the disco…

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No puedo evitar la tentación de llamar la atención a los hombres que puedan estar leyéndome sobre el hecho de que, puede haber empotradoras, pero si las hay, son muy pocas. Muchas chicas fingen ser despreocupadas y divertidas, esa chica ideal que nunca te reñiría por irte con tus amigos, volver borracho perdido, olvidar su cumpleaños y hacerle el amor a su cojín preferido. Pero ojo, que de eso nada. El día que te comprometas con ellas será el principio del fin. Tal y como pasa con los hombres, entre las mujeres también hay mucha farsante.

Otro caso es las chicas que te usan porque en realidad ya están comprometidas con otros. Esas, efectivamente, sólo quieren tu cuerpo.

El caso (joder, lo que me cuesta no desviarme del tema) es que siempre tendemos a pensar que es cuestión de hombres eso de “me pica, pues me rasco”. Pensamos, erróneamente, que nosotras siempre nos concentramos en los sentimientos y que somos incapaces de tener una sórdida aventura sexual sin desarrollar lazos afectivos o emocionales. Es posible que quizá por una cuestión de educación, estemos menos acostumbradas a pensar sólo en el sexo y abandonar la idea de enamorarnos de alguien y formar una familia, pero tenemos deseo sexual, que a nadie se le olvide. Y a veces somos más gochas que ellos (léase gocha como cachonda o cerdaca. Este término astur viene patrocinado por mi amiga Alba)

Y así, según esta mente que tengo, a veces simple como el mecanismo de un botijo, a veces malévola como el guiso de patata y jamón cocido de mi madre, justifica el hecho de que, a veces, sólo a veces, deseemos sexualmente a alguien que nos cae soberanamente mal. Porque lo único que queremos hacer es jincárnoslo. Trajinárnoslo y que se calle. Que ni gima. Que sólo empuje. Triscar y a casa.

Y por lo que me cuentan por ahí… parece que ese tipo de situaciones se da más en el trabajo.

Menudo quilombo.

¿Y cuál es la solución a esta problemática? Pues hay muchas opciones, claro. Una es aferrarnos al odio y dejar que el deseo se vaya diluyendo con el tiempo (o el bromuro; sigo insistiendo en que deberían vender infusiones de bromuro en las herboristerías; me vendrían de lujo). Esto, no vayamos a mentirnos, nos va a producir una profunda desazón y frustración sexual imposible de solucionar con asaltos onanistas. Esa tensión sexual acrecentada por el odio, sólo puede resolverse follando. Como animales.

Otra posibilidad es que terminemos cediendo a la tentación. Decía Oscar Wilde que “La mejor manera de librarse de la tentación, es caer en ella”, pero todo el mundo sabe que Oscar Wilde no apreciaba mucho a las mujeres y que probablemente no lo decía para justificar nuestros actos, sino los suyos. Y lo que puede pasar si cedes a la tentación puede mejorar tu vida o… convertirla en un infierno.

Pongamos un ejemplo, partiendo de esa situación del escenario laboral, así, rizando el rizo: En la fiesta de Navidad de la empresa te emborrachas absurdamente y le confiesas que le odias pero que te lo triscarías de bien y él deja la copa en la barra y te arrastra a la intimidad de un baño/un coche/ su casa/ un hotel/ tu casa o encima de la primera lavadora que pille por el camino. El sitio es lo de menos. El tema es que os ponéis en faena y…

Opción A: La cosa va fenomenal; casi hasta le odias menos. Te hace pasar un buen rato. Ninguno de los dos vomita sobre nadie. Los dos llegáis a la meta.

Cosas que pueden salir bien:

–          Ya no hay tensión sexual. Puedes odiarlo con placidez.

–          Coño, que se lo hace tan bien que hasta lo odias menos.

–          Ya no lo odias y la oficina se ha convertido en un lugar ideal de los que habitan allí donde acaba el arcoíris.

Cosas que pueden salir mal:

–          Se lo hace tan bien que lo único que ocupa tu mente es volver a tenerlo encima (o debajo)

–          Has descubierto algo en él que antes no veías y… bla bla bla, acabas enamorada de él como una adolescente.

–          Folla tan bien que no puedes más que odiarlo con más fuerza. Maldito cabrón empotrador.

Opción B: La cosa va regular. El polvo es mediocre. Ni siquiera te acuerdas. Parasteis para que pudieras vomitar. Pasaste todo el polvo pensando que la habitación centrifugaba. Ni siquiera te corriste.

Cosas que pueden salir bien:

–          La tensión sexual ha desaparecido porque… menudo fiasco.

–          Ya ni le odias, porque pobre, no sabe ni follar en condiciones.

–          Te da tanta risa cuando te acuerdas que ir a la oficina es algo así como El club de la comedia.

Cosas que pueden salir mal:

–          Te obsesionas con la idea de repetir porque “esa vez no cuenta, que fue muy chusca”.

–          Empiezas a pensar que estaba nervioso, que “el pobre” se sintió sobrepasado por las circunstancias y… mientras tú sientes piedad por él… él planea cómo ser más mamón.

–          Están tan insatisfecha que el odio son ahora llamas que te lamen las venas cada vez que lo ves.

Opción C: La cosa va mal no, lo siguiente. Se corre nada más ponerse el condón. Es eyaculador precoz. Empuja como un conejo encima de ti y luego se pseudodesmaya y a ti que te jodan. Lo hace mal y sin ritmo. Alguno de los dos vomita. No se le levanta.

Cosas que pueden salir bien:

–          La tensión sexual ya no es que no exista, es que te preguntas cómo pudo existir alguna vez. Leches, qué mal lo hace.

–          Es tan lamentable que no merece ni tu odio y pasa a engrosar la lista de personas que te dan igual.

–          Ha sido tan catastrófico que tu vida sexual sólo puede ir a mejor.

Cosas que pueden salir mal:

–          Acabas en la cárcel porque le odias, le odias, le odias tanto que lo apuñalas con el abrecartas.

Supongo que todo esto es extrapolable a cualquier otra situación de tensión sexual con una persona que en el fondo te repugna. Y supongo que habrá más opciones que las anteriores.

Se me ocurre una, por ejemplo: que sigáis leyéndome. No soluciono nada, pero oye, para matar el tiempo… ;P

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