Último capítulo del final alternativo Saga Valeria

Elísabet Benavent

Elísabet Benavent

Último capítulo del final alternativo Saga Valeria

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Hola coquetas,
Lo primero, agradeceros brevemente el hecho de haber convertido a #SagaValeria en Trending Topic en Twitter el pasado domingo noche. Fuimos tendencia nacional durante 40 minutos, rivalizando con programas de actualidad política muy seguidos en nuestro país. Y eso es maravilloso. Por eso hoy publico este final alternativo. Pensaba hacerlo más adelante, pero os merecéis tener ya todo lo que yo pueda daros.
Por otra parte, antes de dejaros con el desenlace, contaros bien la historia de éste. Al hilo de muchos de los comentarios que recibo sobre el final alternativo a través de las redes sociales, os confieso que, claramente, yo también estoy más enamorada del final de los libros, el oficial. Lo digo porque me consta que vosotras también. Yo comenté en su día que cambié el final en el último momento y que aún conservaba el sustituido y tras hablarlo muchas veces con vosotras, decidí colgarlo. No quiero que nadie se moleste por este final, puesto que no es el oficial. Es algo, un esbozo, que al final no fue.
Sé que es triste; por eso, como sé que algunas albergan la esperanza de que este final acabe bien, prefiero aclarar antes que no es el caso. Bueno, acaba… de una manera que podría pasar en la vida real, porque por más que nos moleste, las personas a veces somos mucho menos valientes de lo que nos gustaría.
Dicho esto, aquí lo tenéis. No me enrollo. El final alternativo.
Espero no angustiaros demasiado. Como se suele decir… Estáis a punto de leer algo que puede herir vuestra sensibilidad, así que lo hacéis bajo vuestra propia responsabilidad. Jajaja.

Aeropuerto de Barajas. Madrid. 12 de agosto. 7 años después.
10:24 de la mañana.
Hace frío dentro del aeropuerto. Cualquiera diría que fuera estamos bajo cero. Pero la realidad es que fuera, ya a estas horas, se deben sobrepasar los 35 grados. Está haciendo un calor de mil demonios. Igual los mayas se colaron en los cálculos y en lugar de en el 2012, el mundo se acaba este año. No me extrañaría, con este calor.
Estoy harta de estar sentada frente a la puerta de embarque. Ya no sé cómo ponerme. Piernas arriba de la maleta. Piernas abajo. Recostada en el asiento. Dejada caer. Sentada… no hay manera. Estas sillas son un invento satánico para hacernos desesperar y empujarnos al consumismo en las tiendas, estoy segura.
Se oyen unas risas que se acercan por detrás de mi asiento. Son de una pareja que tontea, lo sé porque se han sentado justo detrás de mí y no he podido evitar mirar de reojo. No he visto mucho, pero ella debe estar pasando más frío que yo, porque a penas va vestida. Sonrío para mí misma. Juventud, bendito tesoro.
No es que yo no sea joven, me digo. Lo soy. Pero con treinta y siete años ya no me encuentro con ganas de ponerme ese tipo de minifaldas. Yo, que conste. Lola las lleva siempre que la veo. Pero para mí es agotador tener que estar todo el día preocupada de qué se me verá si me agacho. Paso de parecer la tonta del bote, cruzando las piernas.
Estoy empezando a aburrirme como una ostra, así que saco el móvil para evitar ponerme a cotillear de reojo a ver qué hace la parejita. Ella sigue riéndose y él parece estar haciéndole escuchitas en el oído. Me concentro, atenta, porque el caso es que el murmullo de esa voz… me suena. Tuerzo el cuello y disimulo, como si estuviese vigilando el estado de las puntas de mi pelo. Sólo alcanzo a ver parte de su cuello, pero juraría que tiene unos pocos años más que ella. Unos pocos… ella es una chiquilla y él ya peina alguna cana. La escucho lanzar un gritito y creo intuir que se están metiendo mano. Y entonces… él se ríe.
La piel se me eriza. El estómago me da un vuelco.
ÉL. ÉL se ríe.
Noto que me falta el aire y el corazón me bombea rápidamente en el pecho. Cierro los ojos. “Tranquila, Valeria, tienes que respirar.” Recuerdo entonces que mis pulmones necesitan oxígeno y doy una bocanada.
No me hace falta verlo. Es él. Esa carcajada sólo puede tener un dueño. Ese timbre de voz. Ese acariciar el aire con su boca. Su boca de fresa y bizcocho.
Me pongo en pie. Sin pensar muy bien qué es lo que voy a hacer, cojo la maleta y doy la vuelta hasta ponerme casi frente a él, que está muy concentrado susurrando al oído a su acompañante, sentada sobre su regazo. Me encuentro enferma. Mal. “¿Lo ves, Valeria?”, me digo. Tiemblo, pero quiero ser fuerte. No tengo ninguna duda. Ha pasado mucho tiempo, pero es él. Debería irme. Vete, Valeria, corre en dirección contraria.
NO.
Quiero saludarle, escucharle… olerle; aunque no encuentre ninguna razón lógica para hacerlo. Las vísceras me empujan a hacerlo.
– Hola. – susurro.
Él se aleja del cuello de su “amiga” en una reacción casi animal y se me queda mirando. Me reconoce al instante y se levanta de golpe, obligándola a levantarse también. Temo por ella, porque casi cae al suelo.
– ¿Eres tú? ¿De verdad eres tú? – balbucea.
Y tiene la misma voz que el día que le conocí, hace nueve años. Y los mismos ojos, aunque ahora, cuando sonríe, se empiezan a adivinar las primeras arrugas a su alrededor. Tiene la misma sonrisa. Por un momento nos quedamos mirándonos, sin decir nada, hasta que me abraza contra su pecho. Es un abrazo torpe al principio que se torna intenso cuando me aprieta y nos notamos de verdad. Es… desesperado. Algo me azota dentro.
Me violento, porque el abrazo que yo creía un fugaz gesto de cariño, se está alargando demasiado. Moralmente demasiado, no demasiado para mí. Hay algo dentro del pecho que me duele. Sus brazos siguen alrededor de mi cintura y los míos alrededor de su espalda. Le huelo. Huele como siempre. A él, a su perfume de Chanel, a suavizante para la ropa y a su casa. Todo mi cuerpo reacciona porque no he olvidado su olor. Da igual el tiempo que pase; no creo poder olvidarlo jamás. Dios mío… ¿por qué me estoy haciendo esto? Abro los ojos. Ella nos mira visiblemente incómoda también.
– Déjame verte. – digo obligándolo a soltarme. – Estás exactamente igual.
Y lo está. Tan alto, tan moreno y tan guapo como siempre.
– Estoy más viejo. – se ríe. – Ha pasado mucho tiempo. He cumplido cuarenta. ¿Te lo puedes creer?
Cuarenta. Quién lo diría. Parece un chiquillo. Aunque para chiquilla su acompañante. No puedo evitar mirarla y él se ríe abiertamente. Me conoce bien.
– Esme, ven, que te presento a Valeria.
– Encantada. – me dice con una sonrisa educada.
– Igualmente.
La miro. Tiene el pelo muy largo, castaño claro con un deje cobrizo y los ojos de color avellana. Hay algo que me recuerda… a mí. O quizá quiero que me recuerde a mí.
– ¿Recuerdas el libro que te regalé…? Lo escribió ella. – le dice.
– Espero que no fuera… – digo refiriéndome a mi breve experiencia con la autobiografía.
– No. – me ataja él riéndose. – No era ese libro. Fue el siguiente.
Trago saliva y casi me duele. Creí que alejándome mis libros podrían contar cosas nuevas, pero jamás he dejado de escribir sobre él. Uno escribe sobre las cosas que le duelen, que no siempre son las que ama. Él lo sabe, tengo la certeza.
– Voy a aprovechar para acercarme a por un café, así os ponéis al día. ¿Te traigo algo cariño? – dice la jovencita dándole énfasis a la última palabra.
– Un café, gracias, mi amor.
Mi amor. Siento celos. Mi amor. A mí me susurró “te quiero, mi amor” mientras hacíamos el amor. Fue una tarde, hace cosa de nueve años, en Menorca, cuando yo aún creía que con querer a alguien bastaba.
– ¿Quieres el café solo? – pregunta ella a la vez que rebusca en su bolso.
– Con leche y dos de azúcar. – le contesto yo con una sonrisa.
– Exacto. – contesta él mirándome a mí, como si el hecho de recordar cómo toma el café me hiciera merecedora de toda su admiración.
Ella se despide y me dice eso de “encantada” pero intuyo que de lo que está encantada es de poder marcharse y ahorrarse un rato de sentirse violenta. Y lo siento porque, a pesar de todo, me ha caído bien.
Él se queda mirándola marchar, como si una certeza inquietante le hubiera cruzado la cabeza y después se gira a mirarme de nuevo, cambiando su expresión.
– Estás guapísima. – me dice.
– No se puede competir con tu… chica. Perdona la indiscreción pero, ¿cuántos…?
– Veinticuatro. – me dice con una sonrisa. – Tiene veinticuatro años.
No sabemos qué decir. Los dos estamos violentos ahora. Una voz dentro de mí me dice que tuve razón…
– Pero bueno, dime, ¿qué tal todo? – digo rompiendo el hielo.
– Pues bien. Como siempre, a decir verdad. Creo que eres tú la que más cosas tendrá que contar. Enhorabuena por el premio.
– Muchas gracias. – y noto que me arden las mejillas.
– He comprado cada uno de tus libros. Son realmente buenos. De verdad. Los he vivido como si fuesen mi vida.
Me muerdo la lengua para no decirle que todos mis personajes no dejan de tener algo suyo y que las historias no dejan de ocurrir en escenarios en los que nosotros nos quisimos. Pero no hace falta que lo haga. Él ya lo sabe, por eso me lo ha dicho. No es tonto; nunca lo fue. Es agradable comprobar que hay personas que no decepcionan.
Los dos nos callamos, mirándonos, empapándonos del otro. Cuántos cambios… y a la vez es la misma persona a la que quise con ceguera. Me duele pensar que todos esos matices nuevos se fueron formando poco a poco y que yo me los perdí. Me perdí las cosas que le hicieron reír lo suficiente como para marcar más las arrugas de expresión de sus ojos verdes. Me perdí lo que le dolió para volver su mirada mucho más dura. Me perdí a Víctor de los treinta y cuatro a los cuarenta. Estará a punto de cumplir cuarenta y uno. Me perdí eso también.
Qué guapo es. Sigue siendo el hombre más guapo que veré nunca. Víctor a los cuarenta está casi más guapo que a los treinta y uno. Se ha dejado un poco de barba y los ojos le brillan como el cristal verde de una botella de cerveza de mi marca preferida. No puedo evitar pensar que, si las cosas hubieran marchado de otra manera, sería mi marido. O mi ex marido, quizá. O mi pareja. O mi ex pareja. Con Víctor nunca se sabe.
– ¿Qué tal están tus amigas? Sigues viéndolas, ¿no? – me pregunta.
– Sí, claro. Cada vez que puedo. Tratamos de vernos una o dos veces al mes… bueno, excepto a Lola, que la veo cuando puedo. Ya lo sabrás. Canadá nos pilla lejos.
– Yo intento llamarla cada dos semanas. Y… fui a verla hace unos meses.
– No me dijo nada.
– Ya, bueno. – hace una pequeña mueca. – Creí que ese era el trato.
Nos quedamos callados. A los dos nos acaba de doler esa referencia a mi carta. No saber nada del otro, le dije.
– ¿Qué tal Carmen y Nerea? – pregunta.
– Están genial. Carmen ya tiene cuatro niños y Nerea está embarazada otra vez. – rio nerviosa, pensando en si se habrá fijado en que yo también ando un poco más gordita que de costumbre, sobre todo en la zona del vientre. Estoy ya de cinco meses.
– ¿Y tú? – me pregunta, metiendo las manos en los bolsillos.
– Pues…
Un ruido a mi espalda me ahorra tener que contestar. Es Bruno empujando un carrito de bebé dónde balbucea María… o Maruxa, como la llama él cuando la riñe. No me pasa desapercibida la expresión en la cara de Bruno. Aprieta los dientes. Víctor nunca nos deja indiferentes a ninguno de los dos. Cuando se planta a nuestro lado, dibuja una sonrisa que debe hasta dolerle.
– Víctor, ¿te acuerdas de Bruno?
– Sí. Claro. ¿Cómo no voy a acordarme…? – le tiende la mano.
Bruno se adelanta y le estrecha la mano.
– Hola Víctor. Cuánto tiempo…
– Mucho.
– ¿Dónde vas? – le pregunta Bruno como si tal cosa, señalando su maleta de mano.
– A República Dominicana.
– Mira, Valeria, lo que teníamos que haber hecho nosotros. Dejar al monstruo a mi madre e irnos por ahí a…
– No termines la frase. – le pido con una sonrisa.
Los años no pasan por él para ciertas cosas… esas cosas que me han hecho sentir tan cómoda, tan comprendida, tan amada… tan feliz.
– ¿Dónde vais vosotros? – pregunta Víctor.
– A Asturias. – le digo. – De vuelta a casa. Venimos mucho a Madrid, por la familia, trabajo…
– Claro. De vuelta a casa, entonces… – murmura – ¿Es tu hija? – pregunta con las cejas levantadas señalando a María.
– Sí, claro. – me agacho, la desato y la cojo en brazos.
– Ten cuidado, cariño, que empieza a pesar. – me dice Bruno, mirándome el vientre.
María se parte de risa porque sí cuando la acomodo en mis brazos y nos contagia a todos.
– Le gustan los hombres guapos. – dice Bruno. – Ten cuidado o se te pegará cual lapa y tendrás que llevártela al Caribe. O mejor, ya nos vamos nosotros al Caribe y se la llevas tú a mis padres.
– Es calcada a ti. – dice dirigiéndose a Bruno.
– Lo sé. – dice él. – Menos mal que la mezcla con su madre ha mejorado la raza.
– Es más guapa que él. – digo con tono jocosamente ofendido.
– Mujer, sí. También tiene algo tuyo. – se ríe otra vez Víctor, haciéndole un arrumaco – A decir verdad, es una preciosidad.
– Gracias. – contesta Bruno.
La niña trata de echarse en brazos de Víctor y como no la dejo, se dedica a tirar de un mechón de mi pelo, que tiene agarrado en su manita regordeta.
– Bruno, cielo, ¿puedes cogerla?
– Pobre, le ponéis ahí el caramelito… ¿eh mi vida? Y luego no te dejan ni tocarlo.
María se nos queda mirando a Víctor y a mí y se echa a llorar a gritos de pronto. Está en esa edad. O quizá ella también siente esto… Bruno chasquea la lengua y disculpándose haciendo una broma, se aleja de nosotros, tratando calmarla.
– ¿Y tú? ¿No tienes niños? – le pregunto, escuchando en la lejanía a Bruno tararearle a María “Asturias patria querida”.
– No. – Víctor niega y se ríe.
– ¿Y no quieres? Quizá algún día, ¿no?
– No creo. Bueno… a decir verdad no puedo. Me… – con los dedos índice y corazón hace un movimiento de tijera.
– Ohm… – me sonrojo. No me veo, pero sé que me estoy sonrojando. Quizá porque lo he recordado desnudo encima de mí, besándome y penetrándome; corriéndose dentro de mí como ahora hace Bruno.
Víctor se echa a reír al ver mi expresión.
– Quizá tenías razón. Ser padre… siempre me ha dado miedo. Y nunca he encontrado a la persona adecuada.
– Aún. – le replico.
– Cambia el aún por un “ya”, nena.
– No entiendo. – le digo. Y cómo me perturba su “nena”.
– Ya nunca encontraré a esa persona adecuada. Hay trenes que pasan solamente una vez en la vida. Yo no hubiera podido hacerlo con nadie más que… contigo. Sólo contigo. – Víctor y yo nos mantenemos la mirada. – Dios… – murmura sin apartar los ojos de mis ojos. – No estaba preparado para verte.
– No. Yo… tampoco.
– Cielo… – grita Bruno a unos treinta metros. – Van a empezar a embarcar.
Gracias a Dios.
– Bueno. – me giro de nuevo hacia Víctor. – Ha sido un placer volver a verte. Dale recuerdos a tu familia.
– Mi madre me pregunta por ti de vez en cuando, ¿sabes? No se le olvida. – El corazón me da un vuelco. – Dice que nunca me va a perdonar no haber hecho todo lo que estuvo en mi mano para que te quedaras.
– No es… no fue culpa tuya. Solamente…
– Sí lo es. Debería haberte pedido que te casaras conmigo. Ahora sé que eso te habría hecho reaccionar. Te habrías quedado.
Me miro las bailarinas. Me tiembla algo en la garganta. Sí me hubiera quedado, porque hubiera sido algo a lo que agarrarme. Se lo pedí. Me faltó suplicarle que me diera algo a lo que agarrarme. Pero me dejó sin nada tangible con lo que justificar la decisión de quedarme con él. Todo estaba en el aire y yo… me fui muerta de miedo de estropear mi vida al completo por creer unos susurros.
– Me alegro mucho de verte. Deberíamos… – se lo piensa un instante – deberíamos quedar algún día. A la vuelta.
– Sí, estaría bien. – digo devolviendo la mirada a su cara y a sabiendas de que no es buena idea.
– Yo… – mira hacia dónde está Bruno, agitando a María, que ya se ha calmado. – Yo me quedé con ganas de decirte que… que sólo guardo buenos recuerdos tuyos. Aunque te marcharas. Me costó mucho, pero…
– Ya. – me río, avergonzada, recordando a Víctor prometiéndome que yo era lo único que él necesitaría de por vida.
– Nunca te guardé rencor. – añade.
– Gracias. – y lo digo porque no sé qué decir.
– Pero hay días que no consigo no guardármelo a mí mismo.
Los dos nos callamos otra vez y nos miramos sin decir nada. Sin sonreír. Sin no hacerlo. Víctor dice:
– Me acuerdo de ti todos los días…
– No… – bajo la mirada. – No sigas.
– ¿Qué quieres que haga si lo hago? Todos los días cuando me levanto, cuando me acuesto y… siempre. Te busco en todas. La has visto, Valeria…
– Cállate… – le pido con todo el cariño que puedo.
Bufa y se frota la cara. Después parece decidido a relajar la conversación.
– Estás preciosa. Te sienta bien el embarazo.
– No sé qué decir, Víctor.
– Dime que eres feliz. – y el tono en el que habla es como si no hubieran pasado siete años, como si volviéramos a estar juntos en la intimidad de una habitación de hotel en Valencia. O en su salón, hablando de terminar con lo nuestro o empezar de verdad. Es como si sintiéramos lo mismo y siguiéramos intentándolo.
– Víctor… yo… no es momento, ni lugar y yo…
– Sólo dímelo.
A nuestro alrededor la vida se desarrolla con la normalidad de un aeropuerto en pleno agosto. La gente se encamina hacia las puertas de embarque, arrastra sus maletas, habla por teléfono… y Víctor y yo retrocedemos en el tiempo. Con la misma intensidad. Trago saliva.
– Soy feliz. – le digo muy seria. – No es como lo nuestro, pero él me hace muy feliz.
Me mira con sus ojos verdes clavados en los míos. Una sonrisa muy tímida se asoma a su boca, pero de pronto, es una sonrisa melancólica.
– Venga, vete.
– Sí, me voy…
Antes de irme nos damos otro abrazo torpe y le huelo. Dios, cómo me duele. Nos separamos y, cuando empiezo a alejarme rodando la pequeña maleta de mano, Víctor me llama.
– Una pregunta. – dice.
– Tú dirás.
– ¿Aún lo guardas? El camafeo que te regalé por tu cumpleaños. ¿Aún lo guardas?
Miro a Bruno de reojo, que disimula la tensión a cien metros de nosotros y después miro a Víctor.
– ¿Guardas tú la carta y los cuadros de Rai? – le contesto con otra pregunta.
– Sabes de sobra la respuesta. – y mete las manos dentro de los bolsillos de su pantalón vaquero.
Pero no le contesto porque no puedo contestar nada que nos satisfaga a los dos. Y lo sabemos. Es mejor dejarlo estar.
– ¿Sigues teniendo el mismo número de teléfono?
– Sí. – asiento.
– Te llamaré. No sabes las veces que he pensado en hacerlo. Pero esta vez no lo pensaré; sólo lo haré, ¿vale?
Y lo hará. Lo sé. Me llamará. Seré yo quien no coja la llamada. Al menos sé que no debo hacerlo. No quiero que me odie, pero no puedo tenerlo en mi vida.
Cuando me voy me cruzo con su acompañante. Es una chica bonita y dulce que lo busca con la mirada y sé que se muere por abrazarlo y quitarse de la cabeza la imagen de Víctor abrazando a otra. Pobre. Otra que morderá el polvo. Nadie puede enamorarse de Víctor sin perder la apuesta. Da igual lo joven que sea, lo perfecto que sea su cuerpo o lo bien que se mueva en la cama. Porque no será su culpa. Víctor busca algo que no existe; incluso en mí. Busca una oportunidad perdida, algo que ya voló.
Cuando llego al lado de Bruno tengo los sentidos embotados, un nudo en la garganta y la cabeza llena de imágenes de Víctor con esa chica. La ha llamado “mi amor”. Y no puedo dejar de imaginarlo llevándolo a la misma cama donde me confesó que me quería por primera vez. ¿Cuánto tiempo llevarán? ¿Se sentirá suya? ¿Le amará? ¿Qué habría sido de mi vida si le hubiera dicho que sí a Víctor?
Miro de reojo a Bruno y él me tiende a nuestra hija.
– Sujétala un segundo, cariño. Pero cuidado, no te la apoyes en la barriga.
Bruno… sé lo que supuso decirle que sí a él. Me ha hecho feliz. Le quiero. En sus brazos me pierdo y me retuerzo y nunca conseguí ser tan transparente con nadie más que con él. Me ha dado una hija. Me ha dado una vida plácida y divertida. Me ha dado amor, sexo, complicidad. Yo sé que le quiero, porque cuando se lo digo mirándolo a los ojos, siento que ese sentimiento me explota dentro y que por mucho que se lo diga jamás voy a alcanzar ni una décima parte de lo que de verdad hay entre nosotros.
Pero Víctor es diferente. Con Víctor todo es diferente. ¿Qué es…? ¿Quién es…?
Antes de cruzar la puerta de embarque con mi hija en brazos miro hacia atrás; no puedo evitarlo. Bruno está tratando de plegar la silla de María y arrastrar nuestra maleta de mano a la vez, así que mi mirada le pasa desapercibida. Víctor está de pie mientras su chica lo mira, sentada frente a él. Y lo único que siento en ese momento es pena por ella, porque debe de ser plenamente consciente de que Víctor a quién mira es a mí.
Y al darle la espalda… lo sé. No sé decir por qué tengo esa certeza, pero es absoluta. Lo sé. Sé que cree que lo nuestro no ha terminado. Sé que le da igual que tenga una hija de otro y que esté embarazada de nuevo. Víctor cree que volverá a pasar, que volveremos a vernos y que un día, sin saber muy bien si por los viejos tiempos o porque en realidad lo sentimos, volverá a alcanzarnos aquella corriente. Y la chispa saltará. Y volveremos a complicarnos la vida.
Víctor sería capaz de volver a dejarlo todo por mí, aunque después no diera la talla con las responsabilidades; aunque se agobiara y después de romperlo todo, volviera a su vida de siempre. Porque Víctor no aceptará nunca que algo no esté a su alcance.
Al girarme, Bruno sujeta con los dientes la bolsa que llevamos enganchada al carro de la niña y lo está plegando con una pierna. No puedo evitar reírme y él se contagia, dejando caer al suelo la bolsa con un montón de pañales, toallitas y demás. Una chica nos ayuda a recogerlo y Bruno sigue riéndose. Le palmeo el trasero y vamos hasta la cabina del avión, dónde una azafata nos indica cuáles son nuestros asientos y nos ayuda a colocar el carro donde no moleste.
Una vez sentados, Bruno sienta a Maruxa en sus rodillas y le enseña cosas por la ventanilla, diciendo tonterías que la pobre niña ni entiende, pero con las que se ríe. Un poco meditabunda paso una mano sobre el espeso pelo negro de mi hija y miro a Bruno. Descubro que también me está mirando. Le sonrío y le doy un beso en la cabecita a María. Después él me besa a mí y nuestra hija se muere de la risa, como siempre que lo hacemos.
– ¿Estás bien? – me pregunta.
– Claro. ¿Por qué no iba a estarlo?
No dice nada.
– ¿La llevas tú en las rodillas o me la siento yo?
– Lo que quieras. – le contesto.
Se concentra unos minutos en abrochar un cinturón especial para la niña junto con el suyo. Maruxa se ríe haciendo gorgoritos y yo le acaricio el pelito suave y le hago cosquillitas en el cuello. Bruno apoya su espalda en el asiento y echa fuera de su pecho un suspiro hondo.
– Sé que te remueve cosas. – confiesa de pronto.
– ¿Cómo?
– Víctor. Sé que te remueve cosas.
– Sí, claro que me las remueve. – suspiro. Es inútil mentirle. – Pero tomé las decisiones que tomé por algo, Bruno.
Me besa en la frente, consciente como lo soy yo, de que la única manera de mantener el equilibrio es apartándolo de nosotros. Yo no sé si querría al Víctor de ahora, pero sé que quiero al Víctor que fue, porque una parte de mí siempre le ha sido fiel.
Bruno me toca el vientre y yo fijo la mirada en su mano. Suspiro. De pronto me cruza la memoria el recuerdo de mis primeros meses en Asturias, de la decisión de casarnos en el juzgado sin demasiada ceremonia, de lo feliz y tranquilo que es mi día a día, de las noches en la cama, abrazados, de las charlas antes de dormir, del sexo que cada año es mejor y más intenso, de lo mucho que nos costó tomar la decisión de ser padres y tener que compartirnos. El nacimiento de Maruxa. Y Aitana, a la que siento y quiero como parte de mi familia.
Después recuerdo a Víctor y… se me ha olvidado por qué le quiero aún en ese espacio pequeño y oscuro que guardo escondido. ¿Hay razones para hacerlo? Alguna habrá. Ya se sabe, el corazón tiene razones que la razón no entiende, como dice Carmen.
Cuando levanto la mirada Bruno me mira con el ceño ligeramente fruncido. Le acaricio la cara.
– ¿Eres feliz?
– Claro que lo soy. – le sonrío, sorprendida de que me pregunte lo mismo que Víctor. – Mira lo que hemos hecho juntos.
Los dos miramos a María, que juguetea con algo que le ha dado su padre.
– Déjame que te pida algo antes de que despegue el avión. – susurra Bruno.
– Lo que quieras…
– Deja a esa Valeria ahí abajo. No me avergüenza confesar que me mata el miedo de que te marches con él.
Me río y niego con la cabeza.
– Esa Valeria ya no existe, cariño.
Cuando el avión despega nos cogemos fuertemente de la mano. Cierro los ojos y me digo a mí misma que tomé la decisión adecuada.
Yo no sé si querría al Víctor de ahora, pero sé que quise al Víctor que fue. Con el recuerdo tengo suficiente. Ahora mi vida es otra. Ahora por fin, mi vida es mía.

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